jueves, 22 de diciembre de 2011

Crítica de la moral pura


El asunto fue el siguiente: habiendo tocado el turno a cada uno de mi equipo para atajar, llegó el momento de la segunda ronda. El primer arquero repitió, pero el segundo se hizo esperar; tanto, que finalmente decidí tomar yo el turno para que el primero pudiese jugar. Ya entonces tenía dudas. ¿Por qué ir yo al arco si le corresponde a los otros? Bueno, para hacerle un favor al pobre primer arquero. El caso fue que estuve bastante tiempo en el arco -atajé bien y tuve (¿buena o mala?) suerte- y como el tiempo pasó en cantidad, decidí pedir el relevo. Nadie respondió. Los que había “favorecido” con mi acción, me devolvían ahora una total indiferencia. Volví a preguntar algunas veces más hasta que desistí y seguí atajando como si nada. Por fin, uno de los chicos –justo al que menos le correspondía- me reemplazó en el arco y volví a jugar. Pero la inquietud ya había sido sembrada. ¿Por qué hago estos favores si así me pagan? Si al que le toca no quiere atajar, que se arregle el arquero; yo cumpliré con mi turno en su debido tiempo. 

Mañana de nuevo a la cancha, a la misma cancha. Ah, y los mismos jugadores. ¿Cómo voy a actuar? ¿Dónde entran Kant y la moral en todo esto? ¿De qué juegan? (¿De "2"?) Se supone que uno debe actuar siempre movilizado por la buena fe. “No hagas lo que no te gustaría que te hagan”. U, “obra sólo de formaque puedas desear que la máxima de tu acción se convierta en una ley universal”. Yo atajé porque pensé que no era justo que el primero siguiera atajando (estuvo en el arco no sólo por dos goles, sino por varios), y me hubiera gustado que hagan lo mismo por mí. No sólo no fue así, sino que además me ignoraron cuando hice explícito mi deseo de jugar.  Más que en la ética kantiana, ahora recuerdo y pienso en las normas “morales” propias de muchas especies animales: el altruismo recíproco de Trivers, donde "hoy por ti, mañana por mí –pero sólo si mañana por mí-". Pensándolo mejor, se trata de si vale la pena ser fiel a uno mismo, aunque ello implique pasar un mal momento y ser víctima de la injusticia. Yo esta vez fui fiel, y pasado el momento de calentura, tengo ganas de seguir siéndolo. ¿Volveré a ser el justiciero de los arcos? ¿O jugaré tranquilo hasta que sea mi turno?
Ayer fui a jugar. Antes de encontrarme con el grupo, le conté del asunto a un amigo y su respuesta fue lapidaria: “Yo no tengo dudas; siempre voy a preferir atajar si es para beneficiar a un amigo”.

Nota: Aunque "basado en hechos reales", éstos sólo sirvieron de inspiración para desarrollar este mini-relato y las ideas aparejadas; no se intenta emitir malintencionadamente juicios morales contra mis queridos amigos futboleros del (ex) "Caño".

jueves, 17 de noviembre de 2011

El corredor nocturno


Salir a correr me permitió ser protagonista pero también testigo de muchas cosas. Protagonista del ejercicio físico, desde ya; de los beneficios producidos por  las endorfinas liberadas. Serenidad, lucidez, una sensación indescriptible de bienestar. Sí, creo que bienestar es el sustantivo que mejor define el estado alcanzado.
La costanera rosarina descuella y derrocha vida en esta transición del crepúsculo hacia la noche profunda. Me cruzo con cientos de personas corriendo, caminando, paseando a sus perros, solas, acompañadas, en grupos, en parejas, con auriculares, sin ellos. Gente cansada, exhausta, o inmutable debido a su gran estado físico. Hay perros (sí, ya lo mencioné; pero ahora me refiero a perros “sueltos” por así decirlo), gaviotas (aquí debo ser sincero; sé que las hay, siempre las hay, pero no recuerdo haber visto alguna hoy), otros pájaros (insisto, sé que están aunque no los recuerde hoy particularmente). Un río imponderable intimida y acompaña. Rosario derrocha río. Y hasta torres (no sé si se consideran rascacielos). Un poco más hacia el este de mi recorrido están los skaters, los longboarders (no los conocía, pero un amigo me introdujo en el tema), los que usan rollers. Es la zona de playones del Parque España. Yo corro por el pasto. Me gusta más. Y dicen que es mejor para las rodillas. En fin, hay para todos los gustos.
Cuando me pongo a elongar tras haber corrido media hora -¡cuánto me falta para volver a un estado físico digno!- descubro o soy testigo de otras realidades. No me había dado cuenta, pero la posición -o situación- del “elongador” lo convierte a éste en un testigo privilegiado de las cosas. Si es que hay algo para ver, claro. Tendido en el piso, en un costado del camino, en apariencia –o no- inmerso en su recuperación muscular (la glucosa, el azúcar, que los músculos usan como “combustible” se transforma en ácido láctico durante el ejercicio; este ácido, por ser ácido, genera dolores y otras molestias si se acumula en los músculos. Y el estiramiento ayuda a que el ácido láctico vaya hacia el hígado donde vuelve a convertirse en la dulce glucosa), el deportista que elonga puede apreciar hasta el más mínimo detalle de lo que acontece a su alrededor. Escucha (mientras las ondas sonoras lo permiten) la conversación que mantienen dos que pasan caminando, observa gestos, reacciones, realidades, contracaras. Por ejemplo, la de un pobre muchacho que, semáforo tras semáforo, en una esquina de Boulevard Oroño, recorre la fila de autos parados pidiendo monedas, ofreciendo limpiar los parabrisas con un trapo seco; ni siquiera agua y jabón. Escena que me entristece y se contrapone al bienestar interior generado por las endorfinas, al bienestar exterior (a mí) derrochado por la mayoría de los habitantes de Rosario con los que me cruzo cuando salgo a hacer ejercicio. Incluso siento que le falto el respeto a ese muchacho, escribiendo sobre él, sentado en un sillón, cómodamente desde mi casa. Creo que muchas cosas están mejorando, pero aún quedan otras tantas. Y no quiero ser solamente un testigo.

viernes, 11 de noviembre de 2011

Diarios de bicicleta


Dedicado a Seba, mi estimado y querido compañero de ruta.

¿Inminente viaje en bicicleta? No lo sé, pero ante la expectativa generada, la energía se renueva y los recuerdos de cada una de las aventuras vividas -vividas y pedaleadas- hace algunos años convergen hoy apasiblemente en mi cabeza. Me avergüenza un poco admitirlo, pero estas aventuras tienen para mí cierto carácter de aventura al estilo Hollywood. Sí, algo al estilo de las películas de “The Buttercream Gang” e incluso (!) “Amigas para siempre” (donde se puede ver a una muy joven Christina Ricci dando sus primeros pasos actorales), clásicos del cine juvenil de los 90’s. Para mí esos viajes (repito por las dudas, para mí; no cometeré la imprudencia de asumir como compartidas por mi compañero, las sensaciones que describiré) tenían la magia de lo desconocido, de lo inocente, casi infantil; de la adrenalina de correr el riesgo; de conocer y “descubrir” nuevos y distantes territorios; la magia de sentirse acompañado por un amigo en tales avatares.
La primera vez el destino elegido fue Ibarlucea, un pueblito cercano, pero mágicamente separado de nuestro Funes (ciudad con eterno y cálido espíritu de pueblo) por el insondable e –indudablemente- infinito campo. A fuerza de pedal lo atravesamos. Todo era excitación y la alegría brotaba por mis poros. Entre las cosas que encontramos hubo una “casa pirámide” (acaso hogar de algún ser sobrenatural) y una casa quinta donde se cuenta, vivía un viejo loco que había matado o cuanto menos amenazado a muchos con su escopeta. También había caminos de tierra bordeados por plantas salvajes de zapallo (para mí, calabazas) y chicos malos que nos observaban belicosamente. Ya se sabe que entre pueblos vecinos existen rivalidades, a la manera de Sprinfield y Shelbyville; aunque los grandes “enemigos” de los ciudadanos funenses siempre han sido, son y serán los roldanenses (circunstancia que me recuerda otra maravillosa película, aunque francesa ésta, titulada “La guerra de los botones”). Un par de cervezas nos refrescaron el cuerpo y el alma antes de emprender el camino de regreso. No queríamos que nos agarrara la noche en el medio del campo; siendo sincero, sentíamos (perdón, sentía) pavor de sólo pensarlo. Tuvimos suerte y llegamos justo a tiempo. Ah, en el camino (nuestro primer camino campo atraviesa) pasamos por el basural del Gordi y por el castillo donde supo vivir el Enanito Verde que generó pánico en mi escuela primaria estando yo en tercer o cuarto grado; el mismo castillo que supuestamente contenía, o contiene, “pasadizos secretos” que se extienden por debajo del campo (¡por debajo!) y lo conectan con el Aeropuerto.
La segunda vez creo que nos dirijimos al oeste. A San Jerónimo Sur. No recuerdo mucho de aquel viaje, pero puede que haya sido la vez que Seba me contó que Arthur Schopenhauer decía que la realidad no es objetivamente tal, sino que es más bien lo que uno interpreta. O sea que hay una realidad (¿subjetiva?) para cada uno. Creo que la idea era algo así. Por ese mismo camino –y aquí me adelantaré en el tiempo- recuerdo que hablamos sobre Sartre y el existencialismo. Quizá era la presencia de un colegio llamado “Immanuel Kant” en San Jerónimo la que nos volvía tan propensos a (digamos) filosofar. Era un camino –en un amplio sentido de la palabra- de grandes revelaciones, pues también fue donde Seba se enteró de que las plantas se reproducen sexualmente. Y tardó en creerme. Además reflexionamos sobre el hombre, aparentemente la única especie que explota a sus congéneres; y Seba me contó acerca de Gramsci y su teoría sobre la hegemonía del poder.
Lo que sí es seguro es que posteriormente no redoblamos la apuesta sino que la quintuplicamos. El objetivo era el casi legendario pueblo de Lucio V. López. Ni siquiera recuerdo cómo nos enteramos de su existencia. Ni tampoco por qué quisimos ir ahí. Queda pasando San Jerónimo Sur, unos 30 kilómetros más al noroeste. No recuerdo bien las distancias, pero sí que pedaleamos tres horas y media de ida y otras tantas de vuelta. Para nosotros fue un gran logro. Nunca nos adentramos tanto en el campo y estuvimos tan alejados de la civilización (llámese pueblos, ciudades o rutas). Tras pedalear largo tiempo, a mitad de camino y un poco más, alcanzamos a visualizar la ruta 34. Los autos se veían como puntos oscuros desplazándose en el horizonte. Fue como ver tierra tras meses de navegar en el mar. En el trayecto nos enfrentamos con una gran mancha negra que bloqueaba el camino, algo que nunca habíamos visto antes, que terminó siendo una bandada de pájaros (cuervillos de cañada, creo) que al acercarnos lo suficiente levantaron vuelo al unísono, regalándonos un espectáculo admirable. El punto es que seguíamos pedaleando y no veíamos aparecer ninguna ciudad, a tal punto que por un momento pensamos en pegar la vuelta (¡tras tres horas de pedalear por el medio de la nada!). Seba sugirió entonces hacer el último intento, costear la ruta un kilómetro más y ver qué había. Y felizmente apareció. Primero el río Carcarañá y después, un pequeño camino que tímidamente se desviaba de la ruta para desembocar en un arco de bienvenida con el nombre del lugar: Lucio V. López. Entramos, nos cruzamos a un chico de unos diez o doce años que nos llevó al kiosco que tenía instalado en su casa -cuando digo en su casa, me refiero a que entramos al comedor y ahí nomás exhibió la mercadería, como si abriese la heladera familiar y nos quisiera vender las cosas que ellos mismos consumían-, comimos salchichón primavera en una peña o feria de la escuelita local, recorrimos las doce cuadras (4 x 3) que conformaban el pueblo y rechazamos la gentil oferta de aquel chico para hacer una recorrida guiada por la zona. Ya volviendo, Seba conoció a los chimangos, hicimos escala en San Jerónimo y luego en Roldán. Allí probamos (esta vez hablo por los dos) por primera vez la Stella Artois.

Después siguió Ricardone, con su “basurópolis” instalada a mitad del recorrido. Una especie de ciudad montañosa compuesta casi íntegramente de basura, de dimensiones colosales, llegando a verse como una montaña en el medio de nuestra pampa (¡mi cara cuando la ví con los binoculares!) y con un olor cuya repugnancia me resulta indescriptible. Camiones basureros subiendo y bajando por las montañas, gaviotas revoloteando alrededor y hasta un lago (sí, cuya génesis responde al líquido que escurre de la basura) completaban el paisaje. A la vuelta nos encontró la noche en medio del campo, muy lejos de nuestro Funes. Pero ya no nos importaba. Para entonces teníamos una estrecha relación con los caminos, una íntima amistad. Y no nos envolvió el miedo, sino la homogénea oscuridad interrumpida a cada paso (o pedal) por infinidad de destellantes luciérnagas. Esa misma noche, tras cenar en casa de Seba, nos sentamos en el patio a ver las estrellas, mientras la música de su guitarra nos acompañaba.
Luego vino (o mejor dicho, fuimos a) Aldao, pasando Ricardone, más hacia el norte, donde conocimos a un tipo que aseguraba ser amigo de no sé qué mafioso (abogado creo) secuestrador de personas, que vivía en Funes, declarándose él mismo testigo de tan atroces delitos. El tipo atendía un boliche antiguo, tan fantástico como deprimente.

Camino a Zavalla –ahora empezamos a recorrer y conocer la región sureste- un auto casi atropella –adrede- a Seba, cuando quiso pararlo para preguntarle qué camino seguir, pues habíamos topado con una bifurcación. Nos resultó comprensible en cierta forma la actitud del conductor, que manejando con su familia, se había cruzado con dos extraños en el medio de la nada, pidiéndole que pare vaya a saberse para qué. Para robarle probablemente. Las probabilidades podían ser altas, pero la imprevisible realidad -por suerte- aún supera a la estadística. Sólo queríamos información. Así fue que Seba pegó un brusco salto y nos miramos medio espantados, medio desconcertados. Cuando llegamos por fin a destino, fue gracioso que nos creyeran estudiantes de Agronomía y no ciclistas interestelares provenientes de un recóndito lugar llamado Funes.
En nuestro último viaje, hace unos cuatro o cinco años, conocimos Pérez y Soldini. Todo el mundo aborrecía la ciudad de Pérez. A nosotros nos encantó. Y nos asombró mucho la proporción de la población compuesta por adolescentes, o más bien púberes y pre-púberes, que abundaban y pululaban por toda la ciudad. La última escala fue Soldini. Más al sur. Allí viví una experiencia mágica, casi religiosa, que ya he contado en otra oportunidad. Aquella donde “quedé maravillado observando cómo las hormigas coloradas se organizaban, casi como por arte de magia, alrededor de las miguitas de alfajor que dejábamos caer con mi amigo Sebastián, para llevárselas a su hormiguero y acumularlas junto a otras provisiones para el invierno venidero; allá en una plaza de Soldini, una tarde apacible, frente a la única escuela del pueblo, justo en el horario en que salen los chicos, y después de haber viajado en bicicleta durante algunas horas, campo atraviesa, uniendo tres pueblos vecinos”. 
Todos y cada uno de los viajes estuvieron marcados por un espíritu explorador, la diversión ("me acuerdo de habernos cagado de risa mucho", Seba dixit), la amistad y una estrecha integración con la naturaleza y la gente. La zona que recorrimos es ésta. Ojalá podamos ser aventureros nuevamente, aunque sea una vez más.

jueves, 27 de octubre de 2011

Ser y tiempo (y tecnología informática)

Horrorizado descubro que la mayor parte de mi tiempo libre es consumido fútilmente (¿existe tal palabra?) frente a la computadora. Siempre “hay algo que hacer”. Bajar una película, buscar información, ver las novedades o postear algo en Facebook (compartir, en uno y otro sentido; lo cual a priori parece positivo), administrar algún que otro archivo. De hecho y sin ir más lejos, en este momento estoy escribiendo esto, mientras podría estar sentado en la plaza mirando jugar a los perros, leyendo o interactuando con alguien, pero in vivo, utilizando lenguaje “científico”. ¡Qué contradicción! Lo que pasa es que ahora tengo necesidad de escribir; digamos que estoy algo así como inspirado. Hablando en serio, espero estas líneas sirvan (cual contrato conmigo mismo) para dejar constancia de esta discordancia y de mi compromiso para cambiarla. Así que seamos breves; dejemos de lados conjeturas y problemáticas existenciales –que las tengo, y cómo- y vayamos a los hechos, o mejor dicho, a los deseos.
Siento que el tiempo no me alcanza, pero peor aún, que hago un mal empleo del mismo. No pido grandes cosas; correr, leer, estar al aire libre, con gente. Y no parece tan difícil ahora que lo leo. Concretamente, en estos días me dieron ganas de aprovechar el clima primaveral y leer, aunque sea unas páginas, en la Plaza San Martín, que siempre está llena de vida (perros, abuelos, parejas adolescentes, estudiantes, palomas; ¡es fabuloso!), o en su defecto en cualquier plazoleta o espacio verde que haya. Lograr eso una tarde de éstas sería tocar el cielo con las manos. También quiero recuperar el estado físico y el ritmo saliendo a correr. Me he dado cuenta que soy algo endorfinodependiente. Y además poder estar con la gente, con mi gente (en singular y en plural, aunque gramaticalmente no corresponda, creo). Es sólo en mi relación con los demás, con el otro -y en esto siento ser reiterativo- que podría decirse que me siento pleno. Y bueno, no está de más dedicarse un poco a los quehaceres domésticos, a la casa, a las compras. Lo que queda, lo cedo generosamente al trabajo.
He descubierto que me gusta mucho escribir, que me hace bien; y me ayuda a pensar, a formular ideas. En otras palabras, me enriquece sobremanera. Por eso, si bien procuraré acotar mis actividades virtuales, quiero continuar escribiendo, aunque intentando no emplear demasiado tiempo. Y creo que es un ejercicio que se puede lograr. Queda en el tintero un análisis más profundo de por qué la gente hoy en día pasa tanto tiempo sentada frente a una pantalla. Y sobre las redes sociales, que aún no comprendo si nos conectan o desconectan.
Es momento de ir a correr.

miércoles, 19 de octubre de 2011

Apología del trabajo

Gracias Charly, por haberme cambiado el ánimo e incentivarme (sin saberlo) a escribir hoy, que tan bien me hace.

Ha sido una jornada laboral inusualmente larga, bastante extenuante para qué negarlo, de ésas que se dan sólo de vez en cuando. Y qué mejor idea entonces que hablar un poco sobre el trabajo, mi trabajo. Actualmente trabajo en un tema que, en cierto sentido, no es el que más me apasiona. Me costó mucho asumirlo, ya que antes trabajaba en aquel tema que me apasiona. Sin embargo, hoy me encuentro más feliz que antes. En la práctica mi trabajo actual me resulta incluso más agradable, aunque me cueste bastante desarrollar las aptitudes necesarias para llevarlo a cabo. Mi grupo de trabajo, mis compañeros, mi “jefe”, por quienes siento mucho aprecio, son un puntal importante. Me siento cómodo trabajando junto a ellos, con ellos. Disfruto, aprendo y hasta me divierto. ¿Qué más pedir? ¿Música? Tampoco falta, claro.
Dentro de este trabajo estoy aprendiendo cómo vivir fuera de él. Dedicarme a este tema me da la posibilidad de cultivar aquellos otros temas y más; nuevos intereses surgen constantemente. Me quejo de la falta de tiempo (¡y cómo me quejo!) pero ahora tengo el tiempo (que para mí pase volando es otra historia) para ser ciudadano, compañero, amigo, hijo, sobrino, primo, nieto, novio, corredor, jugador de fútbol 5, lector y hasta escritor (al menos de este blog). Y este domingo también elector.



El trabajo me permite ayudar al otro, o al menos intentarlo. Poder hacer de la búsqueda del bien común un fin de la vida laboral -y de nuestra vida- no es poco. Es mucho. Debería recordarlo más seguido; y hacer hincapié en ello.
También me permite superarme a mí mismo. Descubrir, pulir -pero fundamentalmente descubrir- capacidades, cualidades, actitudes, que me sorprenden y reconfortan constantemente. Casi sin darme cuenta voy ganando autonomía; autoconfianza. Voy construyéndolas.
Como dijo Piaget, los pensamientos son acciones interiorizadas; y esta especie de desestructuración forzada en los hechos que he vivido, inspiró nuevas ideas y formas de pensar. Ahora soy más flexible (o menos rígido) y menos dogmático. Para empezar pongo en tela de juicio, basándome en la propia experiencia, la tesis que sostiene que “uno nace para tal o cuál cosa (léase, vocación)”, de la cual se desprende la fatal consecuencia de la infelicidad fuera de ese destino. Cierto es que tampoco me encuentro en las antípodas de mi trabajo ideal -nada más lejos de eso- pero el hecho es que estoy aprendiendo a moldear y adaptar mis expectativas al dinámico y por momentos inextricable pulso vital de la existencia humana. 
Convicciones. El trabajo da libertad y la oportunidad de amar. Y es nexo con el mundo. Seguramente olvido muchas cosas.



miércoles, 5 de octubre de 2011

Get back


¿Qué hay de aquel muchacho que se quedó maravillado observando cómo las hormigas coloradas se organizaban, casi como por arte de magia, alrededor de las miguitas de alfajor que dejábamos caer con mi amigo Sebastián, para llevárselas a su hormiguero y acumularlas junto a otras provisiones para el invierno venidero; allá en una plaza de Soldini, una tarde apacible, frente a la única escuela del pueblo, justo en el horario en que salen los chicos, y después de haber viajado en bicicleta durante algunas horas, campo atraviesa, uniendo tres pueblos vecinos? Aquel que afirmaba preferir el sólo hecho de “ver” ese espectáculo a “tener”, por ejemplo, un auto nuevo, cualquiera fuese. Quiero ser ese muchacho, y ese que se extasiaba frente a la majestuosidad de los caranchos; aquel que se embriagaba en las primeras tardes de la primavera con el perfume de los azares, cuando salía a correr; aquel que era (o se sentía) uno en la paz de las tortugas; que se sintió uno con el mundo al tomar -sentir- la mano de un monito caí; que se conmovió una tarde entera acompañando a una abeja moribunda en su agonía; aquel que se llenó de alegría al percatarse por primera vez del canto a dúo de las parejas de horneros, así como de tristeza y estupefacción al presenciar la brutal defensa territorial acometida por estas aves. Y aquel que se perdió la noche entera entre los misterios y maravillas del universo, descriptas en las páginas de un libro revelador, préstamo de un profesor de segundo año. Y aquel que vivió aventuras indescriptibles junto a Osvaldo Soriano y creció un poco más gracias a Leopoldo Marechal. Y todo el tiempo acompañado por las armonías y compases de los Beatles y Pink Floyd.
Años después vuelvo a identificarme con aquel muchacho, que -aliviado descubro- nunca se fue, sino que simplemente (necesariamente) creció. Cambió de ropaje, pero su esencia es la misma. Y el mundo sigue ahí presente, enriquecedor y dispuesto a dar, a ser vivido. Como siempre.

martes, 13 de septiembre de 2011

Descargo (sólo un ejercicio de catarsis)

Intolerancia, soberbia, egoísmo, egocentrismo, descaro, desconsideración, deshonestidad, (indecisión, decisión ;), son las cualidades de las que hicieron gala muchas de las personas con las cuales tuve que lidiar en los últimos largos días. Los sujetos y circunstancias de mi oprobioso alegato no vienen al caso; son irrelevantes, anecdóticos. Sólo una buena excusa para darme el gusto de escribir (y purgar). Lo cierto es que todos estos días me ha ganado la desazón, la angustia y, por momentos, la pérdida de esperanza en el hombre. Mmmm, no, así suena muy fuerte, demasiado trágico; mejor digamos “pérdida de esperanza en el otro”. Hasta que, de repente, siempre apareció el gesto reparador. El gesto –único-, que en tanto gesto amoroso (o fraternal, cortés, altruista, como quieran llamarlo) fue capaz de redimir aquellas –tantas- actitudes que tanto dolor me causaron. Hola; buen día; ¿te ayudo? Sutilezas que hacen a la comunión con el otro, a la armonía cotidiana. Me acuerdo de la nenita que con toda su humildad (espiritual y económica) me abrió la puerta para que pasara (¡con ademán y todo!). Bueno, siempre ese gesto, ese saludo, esa intervención, me reconfortó y volví a apostar.
Una sensación de plenitud y bienestar suele atravesarme cuando estoy con los demás. Cuando tomo conciencia de mi ser (y hacer) social. No podemos ser sin los otros, y eso queda bastante claro, bah, o no tanto, porque todo el tiempo actuamos como si sólo importáramos nosotros. Debe ser este moderno modo de vida consumista, donde sólo parecemos ser felices teniéndolo todo. O buscándolo (¿una genuina utopía después de todo?). Pero ya lo dijo Moe: “los ricos nacen, viven y mueren creyendo que son felices, pero créanme, no lo son”. ¿Qué vacío pretendemos llenar? Algunos dicen la conciencia de separatividad del mundo o de la mismísima muerte (¿los únicos privilegiados en el reino animal?). Volviendo al “tener”, utilizamos a las demás personas (como medios) para obtener aquellas cosas que tanto deseamos (nos “cosificamos” dijo un filósofo, creo que Heidegger) y así nos enredamos en un círculo vicioso de nunca acabar. A menos (bis), que logremos despertar (¡riiiinngg!) y ser concientes de nuestra libertad y entonces actuemos y vivamos acorde a ella. Esa libertad que nos permite amar -para mí, amor y libertad son dos caras de la misma moneda- al mundo en vez de intentar poseerlo. Aún quedan al alcance de la mano, ciertas reminiscencias de nuestra libertad animal. Puedo sentirlas en el olor a tierra húmeda o a pasto mojado, o en el arrullo de las palomas.
PD: Me declaro anche culpable de los cargos que denuncio.