Dedicado a
Seba, mi estimado y querido compañero de ruta.
¿Inminente
viaje en bicicleta? No lo sé, pero ante la expectativa generada, la energía se
renueva y los recuerdos de cada una de las aventuras vividas -vividas y
pedaleadas- hace algunos años convergen hoy apasiblemente en mi cabeza. Me
avergüenza un poco admitirlo, pero estas aventuras tienen para mí cierto
carácter de aventura al estilo Hollywood. Sí, algo al estilo de las películas
de “The Buttercream Gang” e incluso (!) “Amigas para siempre” (donde se puede ver a una muy joven Christina Ricci dando sus primeros pasos actorales), clásicos del
cine juvenil de los 90’s. Para mí esos viajes (repito por las dudas, para mí;
no cometeré la imprudencia de asumir como compartidas por mi compañero, las
sensaciones que describiré) tenían la magia de lo desconocido, de lo inocente, casi
infantil; de la adrenalina de correr el riesgo; de conocer y “descubrir” nuevos
y distantes territorios; la magia de sentirse acompañado por un amigo en tales
avatares.
La primera
vez el destino elegido fue Ibarlucea, un pueblito cercano, pero mágicamente
separado de nuestro Funes (ciudad con eterno y cálido espíritu de pueblo) por
el insondable e –indudablemente- infinito campo. A fuerza de pedal lo
atravesamos. Todo era excitación y la alegría brotaba por mis poros. Entre las
cosas que encontramos hubo una “casa pirámide” (acaso hogar de algún ser
sobrenatural) y una casa quinta donde se cuenta, vivía un viejo loco que había
matado o cuanto menos amenazado a muchos con su escopeta. También había caminos
de tierra bordeados por plantas salvajes de zapallo (para mí, calabazas) y chicos
malos que nos observaban belicosamente. Ya se sabe que entre pueblos vecinos
existen rivalidades, a la manera de Sprinfield y Shelbyville; aunque los
grandes “enemigos” de los ciudadanos funenses siempre han sido, son y serán los
roldanenses (circunstancia que me recuerda otra maravillosa película, aunque
francesa ésta, titulada “La guerra de los botones”). Un par de cervezas nos
refrescaron el cuerpo y el alma antes de emprender el camino de regreso. No
queríamos que nos agarrara la noche en el medio del campo; siendo sincero,
sentíamos (perdón, sentía) pavor de sólo pensarlo. Tuvimos suerte y llegamos
justo a tiempo. Ah, en el camino (nuestro primer camino campo atraviesa) pasamos
por el basural del Gordi y por el castillo donde supo vivir el Enanito Verde
que generó pánico en mi escuela primaria estando yo en tercer o cuarto grado;
el mismo castillo que supuestamente contenía, o contiene, “pasadizos secretos”
que se extienden por debajo del campo (¡por debajo!) y lo conectan con el Aeropuerto.
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La segunda
vez creo que nos dirijimos al oeste. A San Jerónimo Sur. No recuerdo mucho de
aquel viaje, pero puede que haya sido la vez que Seba me contó que Arthur Schopenhauer decía
que la realidad no es objetivamente tal, sino que es más bien lo que uno
interpreta. O sea que hay una realidad (¿subjetiva?) para cada uno. Creo que la
idea era algo así. Por ese mismo camino –y aquí me adelantaré en el tiempo-
recuerdo que hablamos sobre Sartre y el existencialismo. Quizá era la presencia
de un colegio llamado “Immanuel Kant” en San Jerónimo la que nos volvía tan
propensos a (digamos) filosofar. Era un camino –en un amplio sentido de la
palabra- de grandes revelaciones, pues también fue donde Seba se enteró de que
las plantas se reproducen sexualmente. Y tardó en creerme. Además
reflexionamos sobre el hombre, aparentemente la única especie que explota a sus
congéneres; y Seba me contó acerca de Gramsci y su teoría sobre la hegemonía
del poder.
Lo
que sí es seguro es que posteriormente no redoblamos la apuesta sino que la
quintuplicamos. El objetivo era el casi legendario pueblo de Lucio V. López. Ni
siquiera recuerdo cómo nos enteramos de su existencia. Ni tampoco por qué
quisimos ir ahí. Queda pasando San Jerónimo Sur, unos 30 kilómetros más al
noroeste. No recuerdo bien las distancias, pero sí que pedaleamos tres horas y
media de ida y otras tantas de vuelta. Para nosotros fue un gran logro. Nunca
nos adentramos tanto en el campo y estuvimos tan alejados de la civilización
(llámese pueblos, ciudades o rutas). Tras pedalear largo tiempo, a mitad de
camino y un poco más, alcanzamos a visualizar la ruta 34. Los autos se veían
como puntos oscuros desplazándose en el horizonte. Fue como ver tierra tras
meses de navegar en el mar. En el trayecto nos enfrentamos con una gran mancha
negra que bloqueaba el camino, algo que nunca habíamos visto antes, que terminó
siendo una bandada de pájaros (cuervillos de cañada, creo) que al acercarnos lo
suficiente levantaron vuelo al unísono, regalándonos un espectáculo admirable.
El punto es que seguíamos pedaleando y no veíamos aparecer ninguna ciudad, a
tal punto que por un momento pensamos en pegar la vuelta (¡tras tres horas de
pedalear por el medio de la nada!). Seba sugirió entonces hacer el último
intento, costear la ruta un kilómetro más y ver qué había. Y felizmente
apareció. Primero el río Carcarañá y después, un pequeño camino que tímidamente
se desviaba de la ruta para desembocar en un arco de bienvenida con el nombre
del lugar: Lucio V. López. Entramos, nos cruzamos a un chico de unos diez o
doce años que nos llevó al kiosco que tenía instalado en su casa -cuando digo
en su casa, me refiero a que entramos al comedor y ahí nomás exhibió la
mercadería, como si abriese la heladera familiar y nos quisiera vender las
cosas que ellos mismos consumían-, comimos salchichón primavera en una peña o
feria de la escuelita local, recorrimos las doce cuadras (4 x 3) que
conformaban el pueblo y rechazamos la gentil oferta de aquel chico para hacer
una recorrida guiada por la zona. Ya volviendo, Seba conoció a los chimangos, hicimos
escala en San Jerónimo y luego en Roldán. Allí probamos (esta vez hablo por los
dos) por primera vez la Stella Artois.
Después
siguió Ricardone, con su “basurópolis” instalada a mitad del recorrido. Una
especie de ciudad montañosa compuesta casi íntegramente de basura, de
dimensiones colosales, llegando a verse como una montaña en el medio de nuestra
pampa (¡mi cara cuando la ví con los binoculares!) y con un olor cuya
repugnancia me resulta indescriptible. Camiones basureros subiendo y bajando
por las montañas, gaviotas revoloteando alrededor y hasta un lago (sí, cuya
génesis responde al líquido que escurre de la basura) completaban el paisaje. A
la vuelta nos encontró la noche en medio del campo, muy lejos de nuestro Funes.
Pero ya no nos importaba. Para entonces teníamos una estrecha relación con los caminos,
una íntima amistad. Y no nos envolvió el miedo, sino la homogénea oscuridad interrumpida a cada paso (o pedal) por infinidad de destellantes luciérnagas. Esa misma noche, tras cenar en casa de Seba, nos sentamos en
el patio a ver las estrellas, mientras la música de su guitarra nos acompañaba.
Luego
vino (o mejor dicho, fuimos a) Aldao, pasando Ricardone, más hacia el norte,
donde conocimos a un tipo que aseguraba ser amigo de no sé qué mafioso (abogado
creo) secuestrador de personas, que vivía en Funes, declarándose él mismo
testigo de tan atroces delitos. El tipo atendía un boliche antiguo, tan
fantástico como deprimente.
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Camino
a Zavalla –ahora empezamos a recorrer y conocer la región sureste- un auto casi
atropella –adrede- a Seba, cuando quiso pararlo para preguntarle qué camino
seguir, pues habíamos topado con una bifurcación. Nos resultó comprensible en
cierta forma la actitud del conductor, que manejando con su familia, se había
cruzado con dos extraños en el medio de la nada, pidiéndole que pare vaya a
saberse para qué. Para robarle probablemente. Las probabilidades podían ser
altas, pero la imprevisible realidad -por suerte- aún supera a la estadística. Sólo
queríamos información. Así fue que Seba pegó un brusco salto y nos miramos
medio espantados, medio desconcertados. Cuando llegamos por fin a destino, fue
gracioso que nos creyeran estudiantes de Agronomía y no ciclistas interestelares
provenientes de un recóndito lugar llamado Funes.
En
nuestro último viaje, hace unos cuatro o cinco años, conocimos Pérez y Soldini.
Todo el mundo aborrecía la ciudad de Pérez. A nosotros nos encantó. Y nos
asombró mucho la proporción de la población compuesta por adolescentes, o más
bien púberes y pre-púberes, que abundaban y pululaban por toda la ciudad. La
última escala fue Soldini. Más al sur. Allí viví una experiencia mágica, casi
religiosa, que ya he contado en otra oportunidad. Aquella donde “quedé maravillado observando cómo
las hormigas coloradas se organizaban, casi como por arte de magia, alrededor
de las miguitas de alfajor que dejábamos caer con mi amigo Sebastián, para
llevárselas a su hormiguero y acumularlas junto a otras provisiones para el
invierno venidero; allá en una plaza de Soldini, una tarde apacible, frente a
la única escuela del pueblo, justo en el horario en que salen los chicos, y
después de haber viajado en bicicleta durante algunas horas, campo atraviesa,
uniendo tres pueblos vecinos”.
Todos y cada uno de los viajes estuvieron marcados por un espíritu explorador, la diversión ("me acuerdo de habernos cagado de risa mucho", Seba dixit), la amistad y una estrecha integración con la naturaleza y la gente. La zona que recorrimos es ésta. Ojalá podamos ser
aventureros nuevamente, aunque sea una vez más.