jueves, 17 de noviembre de 2011

El corredor nocturno


Salir a correr me permitió ser protagonista pero también testigo de muchas cosas. Protagonista del ejercicio físico, desde ya; de los beneficios producidos por  las endorfinas liberadas. Serenidad, lucidez, una sensación indescriptible de bienestar. Sí, creo que bienestar es el sustantivo que mejor define el estado alcanzado.
La costanera rosarina descuella y derrocha vida en esta transición del crepúsculo hacia la noche profunda. Me cruzo con cientos de personas corriendo, caminando, paseando a sus perros, solas, acompañadas, en grupos, en parejas, con auriculares, sin ellos. Gente cansada, exhausta, o inmutable debido a su gran estado físico. Hay perros (sí, ya lo mencioné; pero ahora me refiero a perros “sueltos” por así decirlo), gaviotas (aquí debo ser sincero; sé que las hay, siempre las hay, pero no recuerdo haber visto alguna hoy), otros pájaros (insisto, sé que están aunque no los recuerde hoy particularmente). Un río imponderable intimida y acompaña. Rosario derrocha río. Y hasta torres (no sé si se consideran rascacielos). Un poco más hacia el este de mi recorrido están los skaters, los longboarders (no los conocía, pero un amigo me introdujo en el tema), los que usan rollers. Es la zona de playones del Parque España. Yo corro por el pasto. Me gusta más. Y dicen que es mejor para las rodillas. En fin, hay para todos los gustos.
Cuando me pongo a elongar tras haber corrido media hora -¡cuánto me falta para volver a un estado físico digno!- descubro o soy testigo de otras realidades. No me había dado cuenta, pero la posición -o situación- del “elongador” lo convierte a éste en un testigo privilegiado de las cosas. Si es que hay algo para ver, claro. Tendido en el piso, en un costado del camino, en apariencia –o no- inmerso en su recuperación muscular (la glucosa, el azúcar, que los músculos usan como “combustible” se transforma en ácido láctico durante el ejercicio; este ácido, por ser ácido, genera dolores y otras molestias si se acumula en los músculos. Y el estiramiento ayuda a que el ácido láctico vaya hacia el hígado donde vuelve a convertirse en la dulce glucosa), el deportista que elonga puede apreciar hasta el más mínimo detalle de lo que acontece a su alrededor. Escucha (mientras las ondas sonoras lo permiten) la conversación que mantienen dos que pasan caminando, observa gestos, reacciones, realidades, contracaras. Por ejemplo, la de un pobre muchacho que, semáforo tras semáforo, en una esquina de Boulevard Oroño, recorre la fila de autos parados pidiendo monedas, ofreciendo limpiar los parabrisas con un trapo seco; ni siquiera agua y jabón. Escena que me entristece y se contrapone al bienestar interior generado por las endorfinas, al bienestar exterior (a mí) derrochado por la mayoría de los habitantes de Rosario con los que me cruzo cuando salgo a hacer ejercicio. Incluso siento que le falto el respeto a ese muchacho, escribiendo sobre él, sentado en un sillón, cómodamente desde mi casa. Creo que muchas cosas están mejorando, pero aún quedan otras tantas. Y no quiero ser solamente un testigo.

viernes, 11 de noviembre de 2011

Diarios de bicicleta


Dedicado a Seba, mi estimado y querido compañero de ruta.

¿Inminente viaje en bicicleta? No lo sé, pero ante la expectativa generada, la energía se renueva y los recuerdos de cada una de las aventuras vividas -vividas y pedaleadas- hace algunos años convergen hoy apasiblemente en mi cabeza. Me avergüenza un poco admitirlo, pero estas aventuras tienen para mí cierto carácter de aventura al estilo Hollywood. Sí, algo al estilo de las películas de “The Buttercream Gang” e incluso (!) “Amigas para siempre” (donde se puede ver a una muy joven Christina Ricci dando sus primeros pasos actorales), clásicos del cine juvenil de los 90’s. Para mí esos viajes (repito por las dudas, para mí; no cometeré la imprudencia de asumir como compartidas por mi compañero, las sensaciones que describiré) tenían la magia de lo desconocido, de lo inocente, casi infantil; de la adrenalina de correr el riesgo; de conocer y “descubrir” nuevos y distantes territorios; la magia de sentirse acompañado por un amigo en tales avatares.
La primera vez el destino elegido fue Ibarlucea, un pueblito cercano, pero mágicamente separado de nuestro Funes (ciudad con eterno y cálido espíritu de pueblo) por el insondable e –indudablemente- infinito campo. A fuerza de pedal lo atravesamos. Todo era excitación y la alegría brotaba por mis poros. Entre las cosas que encontramos hubo una “casa pirámide” (acaso hogar de algún ser sobrenatural) y una casa quinta donde se cuenta, vivía un viejo loco que había matado o cuanto menos amenazado a muchos con su escopeta. También había caminos de tierra bordeados por plantas salvajes de zapallo (para mí, calabazas) y chicos malos que nos observaban belicosamente. Ya se sabe que entre pueblos vecinos existen rivalidades, a la manera de Sprinfield y Shelbyville; aunque los grandes “enemigos” de los ciudadanos funenses siempre han sido, son y serán los roldanenses (circunstancia que me recuerda otra maravillosa película, aunque francesa ésta, titulada “La guerra de los botones”). Un par de cervezas nos refrescaron el cuerpo y el alma antes de emprender el camino de regreso. No queríamos que nos agarrara la noche en el medio del campo; siendo sincero, sentíamos (perdón, sentía) pavor de sólo pensarlo. Tuvimos suerte y llegamos justo a tiempo. Ah, en el camino (nuestro primer camino campo atraviesa) pasamos por el basural del Gordi y por el castillo donde supo vivir el Enanito Verde que generó pánico en mi escuela primaria estando yo en tercer o cuarto grado; el mismo castillo que supuestamente contenía, o contiene, “pasadizos secretos” que se extienden por debajo del campo (¡por debajo!) y lo conectan con el Aeropuerto.
La segunda vez creo que nos dirijimos al oeste. A San Jerónimo Sur. No recuerdo mucho de aquel viaje, pero puede que haya sido la vez que Seba me contó que Arthur Schopenhauer decía que la realidad no es objetivamente tal, sino que es más bien lo que uno interpreta. O sea que hay una realidad (¿subjetiva?) para cada uno. Creo que la idea era algo así. Por ese mismo camino –y aquí me adelantaré en el tiempo- recuerdo que hablamos sobre Sartre y el existencialismo. Quizá era la presencia de un colegio llamado “Immanuel Kant” en San Jerónimo la que nos volvía tan propensos a (digamos) filosofar. Era un camino –en un amplio sentido de la palabra- de grandes revelaciones, pues también fue donde Seba se enteró de que las plantas se reproducen sexualmente. Y tardó en creerme. Además reflexionamos sobre el hombre, aparentemente la única especie que explota a sus congéneres; y Seba me contó acerca de Gramsci y su teoría sobre la hegemonía del poder.
Lo que sí es seguro es que posteriormente no redoblamos la apuesta sino que la quintuplicamos. El objetivo era el casi legendario pueblo de Lucio V. López. Ni siquiera recuerdo cómo nos enteramos de su existencia. Ni tampoco por qué quisimos ir ahí. Queda pasando San Jerónimo Sur, unos 30 kilómetros más al noroeste. No recuerdo bien las distancias, pero sí que pedaleamos tres horas y media de ida y otras tantas de vuelta. Para nosotros fue un gran logro. Nunca nos adentramos tanto en el campo y estuvimos tan alejados de la civilización (llámese pueblos, ciudades o rutas). Tras pedalear largo tiempo, a mitad de camino y un poco más, alcanzamos a visualizar la ruta 34. Los autos se veían como puntos oscuros desplazándose en el horizonte. Fue como ver tierra tras meses de navegar en el mar. En el trayecto nos enfrentamos con una gran mancha negra que bloqueaba el camino, algo que nunca habíamos visto antes, que terminó siendo una bandada de pájaros (cuervillos de cañada, creo) que al acercarnos lo suficiente levantaron vuelo al unísono, regalándonos un espectáculo admirable. El punto es que seguíamos pedaleando y no veíamos aparecer ninguna ciudad, a tal punto que por un momento pensamos en pegar la vuelta (¡tras tres horas de pedalear por el medio de la nada!). Seba sugirió entonces hacer el último intento, costear la ruta un kilómetro más y ver qué había. Y felizmente apareció. Primero el río Carcarañá y después, un pequeño camino que tímidamente se desviaba de la ruta para desembocar en un arco de bienvenida con el nombre del lugar: Lucio V. López. Entramos, nos cruzamos a un chico de unos diez o doce años que nos llevó al kiosco que tenía instalado en su casa -cuando digo en su casa, me refiero a que entramos al comedor y ahí nomás exhibió la mercadería, como si abriese la heladera familiar y nos quisiera vender las cosas que ellos mismos consumían-, comimos salchichón primavera en una peña o feria de la escuelita local, recorrimos las doce cuadras (4 x 3) que conformaban el pueblo y rechazamos la gentil oferta de aquel chico para hacer una recorrida guiada por la zona. Ya volviendo, Seba conoció a los chimangos, hicimos escala en San Jerónimo y luego en Roldán. Allí probamos (esta vez hablo por los dos) por primera vez la Stella Artois.

Después siguió Ricardone, con su “basurópolis” instalada a mitad del recorrido. Una especie de ciudad montañosa compuesta casi íntegramente de basura, de dimensiones colosales, llegando a verse como una montaña en el medio de nuestra pampa (¡mi cara cuando la ví con los binoculares!) y con un olor cuya repugnancia me resulta indescriptible. Camiones basureros subiendo y bajando por las montañas, gaviotas revoloteando alrededor y hasta un lago (sí, cuya génesis responde al líquido que escurre de la basura) completaban el paisaje. A la vuelta nos encontró la noche en medio del campo, muy lejos de nuestro Funes. Pero ya no nos importaba. Para entonces teníamos una estrecha relación con los caminos, una íntima amistad. Y no nos envolvió el miedo, sino la homogénea oscuridad interrumpida a cada paso (o pedal) por infinidad de destellantes luciérnagas. Esa misma noche, tras cenar en casa de Seba, nos sentamos en el patio a ver las estrellas, mientras la música de su guitarra nos acompañaba.
Luego vino (o mejor dicho, fuimos a) Aldao, pasando Ricardone, más hacia el norte, donde conocimos a un tipo que aseguraba ser amigo de no sé qué mafioso (abogado creo) secuestrador de personas, que vivía en Funes, declarándose él mismo testigo de tan atroces delitos. El tipo atendía un boliche antiguo, tan fantástico como deprimente.

Camino a Zavalla –ahora empezamos a recorrer y conocer la región sureste- un auto casi atropella –adrede- a Seba, cuando quiso pararlo para preguntarle qué camino seguir, pues habíamos topado con una bifurcación. Nos resultó comprensible en cierta forma la actitud del conductor, que manejando con su familia, se había cruzado con dos extraños en el medio de la nada, pidiéndole que pare vaya a saberse para qué. Para robarle probablemente. Las probabilidades podían ser altas, pero la imprevisible realidad -por suerte- aún supera a la estadística. Sólo queríamos información. Así fue que Seba pegó un brusco salto y nos miramos medio espantados, medio desconcertados. Cuando llegamos por fin a destino, fue gracioso que nos creyeran estudiantes de Agronomía y no ciclistas interestelares provenientes de un recóndito lugar llamado Funes.
En nuestro último viaje, hace unos cuatro o cinco años, conocimos Pérez y Soldini. Todo el mundo aborrecía la ciudad de Pérez. A nosotros nos encantó. Y nos asombró mucho la proporción de la población compuesta por adolescentes, o más bien púberes y pre-púberes, que abundaban y pululaban por toda la ciudad. La última escala fue Soldini. Más al sur. Allí viví una experiencia mágica, casi religiosa, que ya he contado en otra oportunidad. Aquella donde “quedé maravillado observando cómo las hormigas coloradas se organizaban, casi como por arte de magia, alrededor de las miguitas de alfajor que dejábamos caer con mi amigo Sebastián, para llevárselas a su hormiguero y acumularlas junto a otras provisiones para el invierno venidero; allá en una plaza de Soldini, una tarde apacible, frente a la única escuela del pueblo, justo en el horario en que salen los chicos, y después de haber viajado en bicicleta durante algunas horas, campo atraviesa, uniendo tres pueblos vecinos”. 
Todos y cada uno de los viajes estuvieron marcados por un espíritu explorador, la diversión ("me acuerdo de habernos cagado de risa mucho", Seba dixit), la amistad y una estrecha integración con la naturaleza y la gente. La zona que recorrimos es ésta. Ojalá podamos ser aventureros nuevamente, aunque sea una vez más.