domingo, 16 de diciembre de 2012

"¿Quién me quita la paz de la tortuga?"



Me acerqué a observar a mis tortugas; cinco entrañables compañeras de vida. No las siento ni mis “hijas”, ni mis “amigas”, ni nada que se le parezca. Es un vínculo especial, particular, único. Y lo cierto es que –al menos tres de ellas; las dos restantes son hijas de las primeras- me han acompañado durante la mayor parte de mi existencia. Veinticinco de treinta años. No puedo explicar lo que siento por ellas. O mejor dicho, sí: es amor. Del más puro, fuerte y genuino. Tengo toda clase de recuerdos junto a ellas (pero éstos, éstos quedan en mi fuero íntimo), incluyendo momentos de desinteresada compañía, de contención –así los viví yo- en etapas críticas y muy difíciles de mi vida. Ya no las veo mucho –lamentablemente- y es como si hubiera aprendido a vivir sin ellas (creo que así debe de ser).

Pero cuando la vida nos vuelve a juntar, cada tanto, ellas me siguen regalando su inocencia, su amor –sí, hay cosas en las que uno debe jugársela, donde no hay prudencia que valga (sino, es más bien mediocridad), cuestiones que definen a las personas, que le aportan la densidad necesaria para enfrentarse con el mundo y sus infinitos desafíos; y ésta es una: yo creo y afirmo  que un animal, un reptil, nos puede dar, y de hecho nos da, amor-, su paz . Lo hacen a través de su mansa –pero penetrante, como sólo pueden hacerlo los inocentes- mirada, de sus movimientos apacibles e incorruptos, de su actitud pletórica de gratitud.

Anoche, cuando me acerqué, tuve que iluminarlas para poder verlas. Yacían dormidas, tranquilas, entregadas a su confianza en el mundo que les tocó en suerte –el de mi casa-. Y al acariciar la piel de una de ellas, al sentir su calor, su vitalidad y su candor, me conmoví profundamente, sentí ganas de llorar, alegría y tristeza; sentí que, una vez más, me ayudaban a recordar y no olvidarme de quien soy, de quienes somos, de cuál es nuestra esencia compartida que –felizmente- nos une a todos.


 (Nota: Demás está aclarar que las tortugas no son animales domésticos y no deben estar en cautiverio. En mi caso, se trata de una historia que comenzó cuando yo era muy chico. Las circunstancias llevaron a que las cosas sucedieran de este modo; no habiendo, hoy por hoy, otras posibilidades.)

martes, 11 de diciembre de 2012

Crónica de una indignación anunciada


Volvía en el “cole” (101 negro) cuando un simpático –nótese el eufemismo- señor subió y se sentó delante de mí. De repente levanté la vista y pude ver cómo tiraba, hecho un bollito, su boleto por la ventana. Al instante, acaso instintivamente, me indigné; pero no le dije nada. Me quedé pensando en el hecho, que más de una vez me ha tocado presenciar, todas las cuales nunca supe cómo reaccionar. Casi sin proponérmelo, el siguiente diálogo se construyó en mi imaginación, más o menos así:
-Señor, ¿por qué tira el papel a la calle? ¿Qué le costaba guardarlo en un bolsillo y tirarlo al encontrar un tacho de basura?
-¿Y a usted qué le importa?
-¿No se da cuenta de que así perjudica a toda la gente, incluyéndolo a usted mismo?
-No. ¿Por qué?
- Porque tirar basura en la calle es antiestético, antihigiénico y antiecológico. Y además genera mala energía en la gente.
- ¿Por qué?
- Porque una ciudad sucia es fea; la basura en la calle puede contener gérmenes patógenos que se transmiten a las personas; y el acto puede convertirse en un –mal- hábito que se contagie entre la gente: por resentimiento, negligencia o por simple facilitación social. Se tira un papel, una botella, un envoltorio de comida. De esta manera, no sólo se ensucian las ciudades sino los ambientes naturales. Luego, animales mueren enredados en residuos plásticos o atragantados con ellos. Y la gente se mal predispone, se enoja al ver las calles sucias y malolientes; y se enfrenta con –todos- los demás.

Podría prolongar el diálogo –tengo una gran tendencia a la divagación-, pero lo cierto es que en aquel momento terminó ahí; en mi mente, quiero decir. Me pregunto qué me habría respondido el señor luego. Pero más me pregunto si debiera habérselo dicho. Si me corresponde. Y si mi corresponde, si no hay otras maneras más efectivas y eficientes de generar conciencia. Creo que un llamado de atención por parte de un extraño, de un otro, por más respetuoso que sea, la mayor parte de las veces será contraproducente, y generará más broncas que reflexiones. Intuyo que no faltarán oportunidades para averiguarlo...

lunes, 22 de octubre de 2012

Eros vs. Chronos


El tiempo pasa, fluye, corre, y un poco me desespera. No puedo seguirle el ritmo. Salgo a correr, entreno, pero a pesar de mejorar mi resistencia y velocidad, es inútil. Siempre se (me) escapa. ¿Se escapa realmente? ¿Existe, finalmente, el tiempo? ¿Es la famosa cuarta (de no sé cuántas) dimensión del universo postulada por Einstein? ¿Es la categoría kantiana, aquella que -junto con el espacio- concibió el hombre para poder entender el mundo? ¿Es un tiempo absoluto o relativo? ¿O son los “delta” de tiempo, es decir, sus intervalos, los que ciertamente importan, como nos develó una noche, a Guille y a mí, un excéntrico astrónomo en una plaza de Capilla del Monte, mientras yo observaba en su telescopio, por primera vez, los anillos de Saturno? ¿Cuál es la concepción que vale? ¿La filosófica, la física, la psicológica? ¿Todas? ¿Ninguna? Sea como sea, ninguna respuesta parece conformarme, satisfacerme.
A veces pienso que la mejor forma de resolver el problema es reformular la pregunta, la –en el más angustiante sentido de la palabra- inquietud, en otros términos. Mayor pragmatismo, quizá. Entonces, más que preguntar, afirmo: calidad antes que cantidad. Insisto para mis adentros: grabar a fuego. Golpear al tiempo –y esta expresión denota una postura ideológica definida, más o menos consciente, y para bien o para mal de quien suscribe- donde más le duele, donde pierde su razón de ser (algunos piensan, y es muy respetable, que esta razón de ser del tiempo es su mismísima pérdida) o su esencia. Quiero decir, con esos momentos o instantes (¡es imposible escapar al paradigma impuesto por el dios Chronos!) que, parafraseando a Sábato, parecen “detenerse y extenderse” en la eternidad. Vuelvo a caer en sus trampas. No son momentos ni instantes. Son sentimientos. Actitudes. Acciones. Son, en definitiva, amor. Sentido, expresado, dirigido y aplicado. Hacia quien tengo al lado. Hacia el mundo que me rodea. Hacia lo que hago. Pero no un amor ingenuo, baladí; antes bien, madurado y sustentado en fuertes convicción y voluntad. Hablo de alegría, de endorfinas, de entrega (absoluta), de sabiduría, de melodías, de sensibilidad y apertura, de abrazos y miradas, de humildad, de templanza, de serenidad, de gratitud, y hasta de coraje e hidalguía.
Ser y hacer en estos valores permiten –al menos a mí parece funcionarme-  vivir en, con, e incluso más allá, del tiempo. Sin preocuparse por el tiempo; salvo por el mal tiempo, sobre todo si te olvidás el paraguas.

viernes, 24 de agosto de 2012

Messi: el único capaz de hacernos soñar y amar

Es tarde y estoy bastante cansado, pero intentaré escribir estas líneas de agradecimiento. El hecho, las circunstancias, la persona, las jugadas, los goles, lo ameritan. Serán líneas humildes, pero sentidas.

“Messi es el único jugador en el mundo que me hace soñar y amar” sentenció Eduardo Galeano, gran escritor y pensador, y también -como quien suscribe- un amante del fútbol. Creo que no podría yo haber encontrado palabras más exactas para describir mis sentimientos. Y por hacernos soñar y amar es este agradecimiento; por haberme hecho recuperar algo que era tan valioso para mí, y que había perdido, o decidido abandonar. A medida que crecemos, realmente no sé por qué –juro que me lo pregunto día y noche hasta el hastío, y también cómo fuimos capaces de llegar a ello-, vamos perdiendo nuestra capacidad de divertirnos, alegrarnos, de sentirnos vivos y cultivar aquello que nos mantiene vitales, latiendo (“sólo los niños saben lo que buscan", ya lo advirtió el Principito); para convertirnos gradualmente en pseudo-máquinas (o pseudo-hombres) frívolas, estresadas, enajenadas, racionalizadas hasta la náusea, deshumanizadas y desanimalizadas, desvitalizadas, running everywhere at such speed, till they find there’s no need. Y olvidamos lo esencial de esta vida: soñar y amar.

Y Messi nos regala, nos devuelve (nos ayuda a recuperar), esas capacidades: la vehemencia y la alegría de lo vivo. Creo que ya eso bastaría para considerarlo el mejor jugador de la historia. (Pero ese es otro tema, del cual en algún momento me ocuparé.) Y lo hace porque su fútbol es poesía y es amor en sí mismo. Porque es pasión. Porque juega como el primer día, con esa alegría genuina de los chicos. Y creo que -entre otras cosas- me contagia eso: la re-conexión con –aunque sea una frase trillada- el niño que todos llevamos dentro. ¡Es tan necesario y saludable no perderlo ni olvidarlo! Después (antes y durante) están sus goles increíbles, sus asistencias quirúrgicas ("tomá y hacelo"), sus gambetas incontenibles. Sus récords y estadísticas siderales. Su inteligencia para jugar y analizar cada situación en milisegundos, su velocidad física. Su voluntad de jugar y seguir, en vez de tirarse o dejarse caer en la primera de cambio, buscando la ventaja mediocre. No señores, como alguien advirtió –con mucha lucidez- y posteó en youtube: Lionel Messi never dives.
Podría decirse que su juego -al igual que su persona- está atravesado por valores fundamentales. Un sentido de la estética digno del mejor compositor, escultor o pintor. (Porque eso hace: compone obras, orquesta jugadas, pinta escenas de una belleza acaso inverosímil.) La generosidad. Y la humildad y la convicción. El ejemplo irrefutable de que se puede. Por algo será que la gente tanto lo adora, lo idolatra, lo quiere. En cualquier parte del mundo. Todos son fans de Lío Messi. Y eso que jugadores que meten goles hay muchos…

Por todo esto y mucho más: gracias eternas, Lío.

viernes, 10 de agosto de 2012

De amores, dados y entropías


Como sabemos, la naturaleza no juega a los dados; Einstein fue más que claro al respecto. Heisenberg, con su  célebre principio de incertidumbre, sólo nos muestra nuestras limitaciones al momento de pretender conocer el mundo. No obstante, todo objeto y todos aquellos entes inanimados, se rigen, en última instancia, por leyes físicas concretas y precisas. La luz se desplazará de un punto a otro en el espacio a trescientosmil kilómetros por segundo y la piedra con que tropecé esta tarde, seguirá siendo piedra mañana. Esto, al menos intuitivamente. No me animaría siquiera a insinuar que existe un determinismo físico, no me gusta la idea, pero, insisto, intuyo cierta forma de limitación. La cosa se complica y se vuelve más compleja –a la vez que fascinante- cuando entramos en el reino de lo biológico. Ya no es tan fácil decir –como sucedía con la piedra- si el perro que me crucé esta tarde estará allí mañana; mucho menos dónde estará. Parecería haber una especie de grados de libertad, que van aumentando a medida que nos desplazados desde el átomo –desde el bosón de Higgs, para estar al día- hacia el árbol, el perro, el gato (pasando en el medio por las piedras, la arena y el mar). Libertad que perturba nuestra física toda, haciendo tambalear hasta la mismísima entropía.
En fin, el punto es que la naturaleza no juega a los dados, tiene sus reglas, pero el hombre –al menos- parece trascenderlas, ir más allá. Me cuesta mucho imaginarme una persona como un mero cúmulo de materia y energía andante, como una insípida máquina biológica. (Aunque es tentador pensar un espíritu en términos de energías fluyendo, transformándose, intercambiándose; y hasta algo de eso hay.) Sino que más bien, veo en él al ente que es sus infinitas posibilidades, que es proyecto y proyección libres. Más aún, veo, siento, intuyo, como proclamara Sartre, que esa libertad es el fundamento del ser. Que es condición necesaria e insoslayable del amor. Que el amor otorga sentido a la libertad, al ser. Que el espíritu, el alma, es fundamento de ambos, libertad y amor.

viernes, 27 de julio de 2012

Preguntas


¿De qué se trata todo esto? ¿De qué va la cosa? ¿Se trata de ser feliz o de ser fuerte? ¿Existe la felicidad? ¿Existe un sentido? ¿Un final del camino? ¿O es el camino lo que importa (como dijera Fito Páez)? Y yo que siempre critiqué (critico) y condené al consumismo, al materialismo, ¿no hay derecho, acaso, a buscar la felicidad en lo material, en los productos, en las mercancías? ¿Quién dice que es menos genuina esa búsqueda que aquella que cultiva el espíritu, el conocimiento, el arte? (Obviamente, pensando y abstrayéndonos –si es que se puede, sin caer en la infamia- de la explotación de clases, de las terribles desigualdades, injusticias y miserias que subyacen al sistema de producción de todos estos pequeños “pedazos de felicidad”.) ¿Y la felicidad puede estar en el trabajo? ¿Entonces trabajo para ser feliz? ¿Entonces vivo para trabajar? ¿Vivo para ser feliz? ¿Trabajo para vivir? ¿Aunque muchas veces se nos prive del sol? ¿Es un precio justo a pagar? Y, no sé; a mí me encanta mi trabajo. A mí también, tanto como sentir el calor y la luz del sol, y la brisa del otoño, y las endorfinas corriendo por mi sangre durante y después de un buen ejercicio físico. ¡Ah! ¡Cierto! ¡Las endorfinas! Los (¿escépticos? No, se respeta su opinión) que consideran la felicidad como parte de un romanticismo, acaso ingenuo, poco tienen y pueden decir sobre las endorfinas. La felicidad materializada, hecha hormona. ¿O ahora estamos hablando de placer? ¿Felicidad y placer son la misma cosa? ¿Son como la idea platónica y su contraparte mundana? Entonces (!), ¿vivimos para buscar el placer? ¿Somos hedonistas? ¿Y el amor? No olvidemos al amor. Y a la libertad. Yo no puedo identificar el amor con lo material, pero sí pienso en la libertad de elegir lo material. Y para mí la libertad es el fundamento del amor. Me estoy desviando, pero me acuerdo que el amor es otro “ente” tan cuestionado como la felicidad. Tan maltratados por el reduccionismo. ¿Son creaciones humanas? ¿Los animales aman, son felices? ¿Y las plantas? ¿No serán todas, distintas versiones de una misma cosa? ¿Y la Pachamama? ¿Y Gaia? Cuando volvía a casa me crucé, en la peatonal, con un perro de la calle, que me miraba –con ojos bondadosos- desde su “cucha” (unos cartones en el piso), entre las piernas de las muchas personas que iban y venían. Sentí amor. Y también felicidad.

miércoles, 25 de julio de 2012

Kinesioterapia



Qué experiencia loca y “cortazariana” sufrir de repente una lesión en la rodilla y tener que comenzar sesiones de kinesioterapia, cosa que nunca había hecho en la vida. Levantarme más temprano y acostarme proporcionalmente  antes de lo habitual (o no, y sufrir las consecuencias del cansancio al día siguiente). Comenzar una rutina diaria de magnetoterapia, ultrasonido y ejercicios, gradualmente más larga y exigente respecto de los últimos. Conocer gente nueva; las secretarias, que te abren y cierran la puerta de entrada al llegar y al retirarte, y te preguntan tu apellido para anunciárselo al kinesiólogo pertinente (Sergio, en mi caso), quien a los pocos minutos aparece por el espacio que divide la sala de espera de las camillas y los aparatos para hacer ejercicios y te invita -interrumpiéndote lecturas anacrónicas sobre el furor de Messi antes del mundial de Alemania (¡las maravillas que ya se decían de él!, ¡si hubieran podido saber lo que sería después, ahora!) o la rememoración de los 50 años desde que los Rolling Stones tocaron por primera vez- a pasar del otro lado; los pacientes, algunos de los cuales se van volviendo familiares, y uno siente una cosa extraña cuando de repente un día deja de verlos sabiendo que no volverá a hacerlo, y sabiendo que un día le tocará a uno mismo dejar de ser visto por los demás (por suerte eso todavía no ha ocurrido). Y todo eso, para de golpe –a esta altura ya puedo decir que estoy cerca; sólo me queda un día de rehabilitación, ¡un día!- convertirse en el paciente que no se verá más por allí, porque debió volver a su antigua rutina, la de levantarse y desayunar para ir derechito al trabajo. Y entonces aparece el riesgo, el miedo. Extrañar la rutina de la rodilla, cada detalle de ella. Un llamado, ubicarse en la camilla, ultrasonido, charla amena con Sergio  (principalmente sobre el avance en la recuperación, pero también sobre trabajo, literatura –Cortázar: pocas veces, acaso ninguna, he leído un cuento tan mágico, tan visceral y tan dulce, como “La señorita Cora”- y el frío), magnetoterapia, y como acá me quedo sólo, leer; luego sacarse la modorra en la que tibia y mansamente uno ha entrado, comenzar los ejercicios físicos, sentadillas, cuádriceps, gemelos, de vez en cuando lindos goles en el televisor del gimnasio; y finalmente saludar (a veces estirar antes), y salir al mundo con un hambre voraz, de desayuno y de vida. Se acentúa el miedo, el riesgo de vivir anhelando volver a estar ahí, esperando ser llamado para entrar a la kinesioterapia, esperando y deseando una nueva lesión que te devuelva a ese cálido y confortable mundo de kinesiólogos, pacientes y secretarias. Tengo que apurarme y terminar de escribir esto, terminar antes de que sea mañana, y me haya invadido la angustia.


miércoles, 11 de julio de 2012

El mono teleológico


¿Salto cualitativo?
De repente recordé, con algo de gracia, el argumento “de que está en nuestra naturaleza y en nuestro instinto” esgrimido por muchos para justificar la infidelidad o sus sensatos ataques en contra de la “construcción cultural” del amor. (También se lo usa, y también absurdamente, para intentar justificar nuestra pretendida naturaleza maligna y abyecta, según la manera hobbesiana y freudiana de ver una sola cara de la moneda.) ¡Pobre biología –reflexioné-, agraviada tan impunemente! Porque pocas cosas hay –si las hay- más puras y genuinas que el instinto y la inocencia animal. Entonces me pregunté si sabrán y tendrán presente el hecho de que somos la única especie del Planeta que -usando términos técnicos y libres de todo “romanticismo barato e ingenuo”- copula de frente (bueno, con excepción de los bonobos, tan parientes nuestros como los chimpancés, pero más sexuales y pacifistas). Podrá pasar inadvertido en un primer momento, pero basta pensar un poco en ello para darse cuenta de la trascendencia de esta particularidad. Al copular de frente, los miembros de la pareja pueden mirarse a la cara, a los ojos; ser testigos y partícipes de los intensos sentimientos experimentados por su pareja, en aquel momento de intimidad y confianza casi absolutas, afianzando sobremanera el vínculo que los une. Incluso los rasgos físicos del otro se afianzan en la memoria, se singularizan, se vuelven únicos. Y es que el Homo sapiens, a diferencia de otros primates, era de dieta mayoritariamente carnívora, y necesitaba de la cooperación de sus compañeros para salir a cazar y tener éxito, a la vez que una mujer que cuidara de sus hijos y no fuera motivo de competencia y discordia entre los cooperantes. Tales circunstancias habrían alentado (y moldeado) la evolución y afirmación de tendencias monogámicas en nuestra especie.

Sí podría concebir al amor como una construcción cultural, en el siguiente sentido. Todos los animales sociales forman estrechos vínculos entre los miembros de su grupo, se preocupan por el otro y cooperan para alcanzar objetivos comunes; pero el hombre probablemente sea el único capaz de tomar conciencia plena de ello y de articular un lenguaje que le permita hacer de esa realidad una elección, atribuyéndole a esta última un sentido, un sentido por y para el qué vivir.
Entonces, quizá el hombre sí haya dado un salto cualitativo respecto de los demás primates después de todo. Quizá dicho salto consista en haberse convertido en un mono teleológico.

Nota: Debo aclarar que, aunque no desarrollado aquí, mi concepción del amor va más allá de la ciencia, hallando su principal sustento en el vínculo espiritual y en una elección activa, libre y conciente de la búsqueda del bien común, para el otro y con el otro.

lunes, 14 de mayo de 2012

Breve historia del hombre-mono

Dicen que una vez el hombre fue un mono que vivía alegremente en las selvas africanas comiendo frutas de todos los colores, olores y sabores (si acaso tiene) del arcoíris. (Nuestra predilección por las golosinas nos lo recuerda.) Un día algo en el clima cambió y sus selvas devinieron pastizales, sabanas. El “hombre-mono” tuvo que buscar otra forma de alimentarse, y parece ser que lo que más tenía a mano eran otros animales, principalmente otros mamíferos. Así que aprendió y comenzó a cazarlos. Paralelamente el hombre-mono también era cazado por otros animales, en el eterno y universal –o mejor dicho, mundano- juego de la supervivencia. Por ello comenzó a pararse en sus dos patas traseras con mucha frecuencia; para poder observar a través de los altos pastizales y estar alerta ante el peligro de ser cazado. Cada vez pasaba más tiempo erguido, hasta que un día dejó de caminar en cuatro patas para nunca más volver a hacerlo. Esta nueva forma de andar en la vida dejó libre sus manos para manipular, explorar, aprehender y aprender (de) todo tipo de objetos. Con el tiempo su conocimiento y habilidad mejoraron notablemente;  entonces fue capaz de transformar los objetos que manipulaba y, como una consecuencia lógica, transformar su medioambiente, su entorno. Mientras tanto seguía cazando para alimentarse y, como sus presas no eran presa fácil (si se me permite el juego de palabras), debió recurrir a esos objetos transformándolos en herramientas de caza. Como eso no fue suficiente, recurrió también a sus compañeros de grupo (o tribu), cooperando en la empresa de conseguir el alimento, afianzando y arraigándose así sus tendencias sociales. (Esto también nos consta, pues heredamos una fuerte impronta en relación al ritual de la alimentación en grupo. Almorzamos y cenamos con amigos y familiares, reunidos frente al banquete –siempre salado-, compartiéndolo, cual grupo de lobos en derredor de la presa abatida.) Y dado que esta cooperación exigía armonía, se libró (o al menos lo intentó –podía equivocarse, después de todo era humano; aunque pensándolo bien, no lo era aún, en un sentido cabal-) de uno de los motivos de lucha y competencia más importantes –sino el más importante- entre los potenciales cooperadores: la búsqueda de pareja. El hombre-mono se volvió monógamo y vivió toda su vida con una misma pareja (hasta inventar millones de años después, el divorcio). No obstante el trabajo en equipo y las herramientas, muchos animales seguían siendo difíciles de atrapar, pues eran más veloces que el hombre-mono. Entonces éste ideó una estrategia notable: correría y perseguiría a sus presas hasta, literalmente, “ganarles por cansancio”. Para lograrlo tuvo que desprenderse de su espeso y ubicuo pelaje, pues la piel desnuda le permitía transpirar con mayor facilidad, evitando que su cuerpo se recalentase durante las largas e intensas persecuciones. El hombre-mono podía correr, de esta manera, durante horas, hasta que el animal perseguido sucumbía sólo por el cansancio y el excesivo calor. Para aquel entonces una cola prensil no tenía mucho sentido, no habiendo árboles en los que trepar. El hombre-mono también podía alimentarse recolectando frutas y verduras, hasta que comprendió que era más fácil si las cultivaba él mismo. Dejó de perseguir su destino y decidió construirlo, estableciéndose en un lugar determinado. Surgieron la economía y la política; las ciudades y los países. El rudimentario –pero no por ello menos excepcional-  lenguaje que había desarrollado, se tornó cada vez más rico y complejo. Cuando el hombre-mono –a esta altura, mejor conocido como hombre, a secas- vio satisfechas sus necesidades básicas de subsistencia, dio rienda suelta a una de sus cualidades más admirables: la creatividad. Comenzó a expresar lo que sentía y pensaba (en algún punto de este vertiginoso camino, el instinto puro dio lugar a la conciencia, quizá, como dijera Piaget, cuando hubo problemas que el primero por sí sólo ya no fue capaz de resolver) y surgió el arte. Cultivó, como ningún otro animal en la Tierra, su curiosidad infinita, y se volvió filósofo y científico. Extendió muchas cualidades de su infancia a la edad adulta, y jugó en todo momento y lugar, en vez de simplemente descansar. Fue capaz de reír y de llorar. Y hasta fue capaz de llegar a la representación abstracta, al símbolo. Y la curiosidad se volvió búsqueda de sentido, de trascendencia. De libertad y de amor. El hombre-mono se volvió metafísico. Y así, casi sin quererlo, fue padre e hijo de la cultura, de la civilización y de la historia. Actualmente algunos dicen que el hombre-mono se ha vuelto posmoderno. Que es un mono (un hombre) “posmo”. Otros, que también ésta es una etapa superada. Porque el hombre-mono está siempre pronto a superarse, a pro-yectarse. Yo lo admiro por su naturaleza animal y por su condición humana. Tan contradictorias en apariencia, pero en esencia, estrechamente ligadas, partes de un todo acabado e integrado. Ése que es consciente de sí mismo, de su futuro, de sus infinitas posibilidades y hasta de su muerte (la imposibilidad de todas sus posibilidades). Ése que es capaz de pensar el mundo y hasta de (atreverse a intentar) pensar la nada. De pro-yectarse individual y colectivamente. De actuar y construir con y para el otro; y también contra el otro. Ése que es víctima y victimario, pero, a la vez, mártir y redentor. Ése que ama, ríe y llora; que se abraza, se besa y se golpea. Ése que se rasca la cabeza por vergüenza, y que muchas veces dice más con su lenguaje corporal que con la exuberancia de sus símbolos. Ése que conserva la mirada transparente y honesta –para mí, reflejo de un alma- de todo animal. Eso y mucho más.

sábado, 21 de abril de 2012

Hard day's night


No me creía capaz de creerme capaz. Y la culpa, la culpa es el cáncer del alma. Y la soberbia. La soberbia muchas veces es culpable de la culpa. En el otro. La virtud del hombre reside en que una sola palabra, un solo gesto, pueden reparar acciones completas, hirientes. Yo lo veo, entre otras cosas, en la amistad. Basta una mirada para que un amigo se haga querer; y oraciones enteras, para pelear. Nuevamente una palabra, vínculo encubierto, para perdonar. Para sentir, hacer prevalecer, el amor. Cae la noche. Gente congregándose al ritmo vital –en sentido técnico y metafórico- de la música. Los cuerpos se mueven, natural y espontáneamente. Imagino la sangre bullendo en las venas. Me remonto a un pasado que no conozco pero imagino, intuyo. Los primeros hombres, danzando al calor del fuego. Los tambores (o algo parecido) sonando. El vínculo se estrecha. Está en nosotros. Vuelvo al presente. Viajo nuevamente, pero no en el tiempo; en el espacio. Tribus aborígenes, en el África y en el Amazonas. Compartiendo el mismo ritual. Aquí entre edificios de concreto y el asfalto. Allí entre los árboles y la tierra. Pero la sangre es la misma. El vínculo. Veo una niña dejándose llevar también. Y un perro bostezando entre la multitud. Y no es sólo eso. Siento, creo ver, expresamente, nuestro legado animal. Además creo en el alma. Me siento bien. Celebro, esta noche, el día del inmigrante libanés. La calle está de fiesta. La gente se ve feliz. Yo me veo feliz. El vínculo.

miércoles, 14 de marzo de 2012

Pies descalzos, sueños blancos

Pienso que el mundo comenzaría a cambiar radicalmente con tan sólo erradicar todo tipo de calzado; con tan sólo caminar descalzos. Comenzaríamos a reconectarnos, directamente, íntimamente, sin intermediarios -o mejor dicho, barreras-, con la tierra y con La Tierra, con nuestra naturaleza y con La Naturaleza. Con el tiempo sentiríamos la necesidad de erradicar el pavimento, el asfalto, y todo tipo de cobertura -artificial- de nuestro suelo, tan rico y lleno de vida, de energía, de colores, formas y sustancias. Felizmente (al menos para mí), no habiendo superficie apropiada para la circulación de los autos, con el tiempo estas máquinas se irían volviendo obsoletas, perdiendo la gente gradualmente el interés en ellas, hasta su inexorable extinción. Desaparecido este becerro de oro moderno, nuestra mente se liberaría (un poco) y nuestros ojos se alzarían, encontrándose con los de otra persona, con los de un perro, con un árbol, con un río.

(Escrito esto, vienen a mi mente algunos versos de la canción de Shakira, "Pies descalzos, sueños blancos", y caigo en la cuenta de que tienen mucho en común con este párrafo. Canción que redescubro, sorprendido, y que ostenta una letra rica y profunda, disimulada en el ritmo pegadizo de su melodía. Aquí el link del video del tema, que recomiendo: http://www.youtube.com/watch?v=H0HsoXQKTkE&feature=fvst.) 

lunes, 12 de marzo de 2012

Nueva extensión de la línea K(ant)


“El hombre como fin; nunca como medio”. Creo haberle dado una vuelta de tuerca más a esta expresión, una de las varias formas de enunciar el imperativo categórico kantiano. Y si no es una vuelta de tuerca, al menos me sirvió de inspiración y disparador para seguir afinando mi cosmovisión, mi metafísica personal, y para de paso aplacar un poco mis luchas y contradicciones internas (como la, por momentos despiadada, batalla ente mi ello, mi yo y mi superyó; o la eterna dicotomía existencial: producción o angustia). Pero esta nueva interpretación –acertada o no- no tiene tanto que ver con la ética como con nuestra naturaleza –social- y los frutos que de tal condición (la social) se desprenden. Sin más preludios, se trata de extender esta declaración de principios transformándola en una, simple, declaración de fines: “la relación (social) con los hombres como fin; más no como cualquier fin, como el fin por antonomasia”.
Así lo estoy viviendo por estos días. Y así lo estoy sintiendo. Porque, aunque Kant sea el emblema del Iluminismo de la razón, esta concepción mía, neonata o en vías de desarrollo, surge de un sentimiento, de una necesidad, acaso de un instinto, muy fuertes, más que de un trabajo racional, lógico-deductivo, intelectual. Claro que la razón ayuda a darle forma a esta materia, entre abstracta y visceral -una paradoja que tiene sentido y, más aún, da fuerza al argumento (segunda contradicción), pues ésta es propia de la vida, de lo vivo, de lo pasional-, y aquí reconozco saberme influenciado, enhorabuena, por mis ideas, y/o creencias, previas (¿tercera contradicción?) de una naturaleza que nos abraza a todos por igual, de una comunión con el mundo, pero también de que una energía particular, léase espíritu o alma, subyace a toda ella y a todos nosotros (¿cuarta contradicción, descarrilamiento total, o un dualismo posible?). No obstante, y sin lugar a dudas, la esencia de la afirmación huele a frescura, a pureza, a inocencia, y florece espontáneamente, de la manera más natural; como los lazos de amor y amistad entre las personas.

jueves, 23 de febrero de 2012

Sobre lo inútil de ser neutral


Tincho, me obligás a reflexionar sobre por qué es inútil -o, quizá, me arriesgaría a decir, no ético (ver más adelante)- ser neutral; qué nos motiva a no serlo y qué nos incita a sí serlo (interrogante número 1). La verdad es genial que nos incomodes con estos interrogantes, siempre apuntando a que la reflexión nos lleve a ser un poquito mejor cada día. Es una pregunta difícil, a mi entender, aunque superficialmente vista parezca una obviedad. Y creo que puede responderse desde diversos lugares; algunos más racionales, otros más emocionales y hasta espirituales.
Personalmente (sin indagar demasiado por "falta de tiempo" ;) pienso que la empatía juega un rol importante, ya que en uno de los escenarios donde más se pone en juego -y en tela de juicio- la neutralidad es en las relaciones humanas. Nuestra estrecha vinculación emocional con los demás -forjada por las fuerzas de la evolución, dado que somos una especie estrictamente social- nos lleva a sentirnos afectados por los estados emocionales del otro, por lo que, desde este punto de vista, difícilmente uno pueda mantenerse –o sentirse- neutral. Desde el más básico contagio emocional hasta las formas más complejas de compasión, siempre nos veremos afectados por el estado del otro. Creo que las emociones y motivaciones subyacentes son tan fuertes, que luego se extrapolan a problemas inherentes a los animales, las plantas, la ecología, el planeta. Y llegado a este punto se me plantea un nuevo interrogante (el número 2). ¿Existe alguna clase de problemas, donde se ponga en juego nuestra neutralidad, que no tenga que ver con los seres vivos? (Y con sus relaciones con otros sujetos –vivos-  y con su medio ambiente –entendido en el amplio sentido de la palabra-). ¿Se plantea el dilema de la neutralidad en problemas de índole estrictamente “abiótica”? Por ejemplo, ¿tiene sentido plantear  la pregunta “por la opinión acerca de la calidad de un auto o por la belleza de una construcción arquitectónica” en términos de neutralidad?  ¿Será entonces que la cuestión de la neutralidad sólo tiene sentido entendida como una postura ética y moral? Y finalmente, entonces (interrogante número 3), podemos  inferir y concluir que la moralidad tiene una estrecha -acaso exclusiva- relación con nuestra biología? Relación que podría remontarse a sus raíces, llegando así a la postura planteada y compartida por muchos, de que somos seres morales, altruistas, cooperativos y sociales por naturaleza; en contraposición a la concepción de los teóricos de la capa, como Rousseau, Hobbes, Huxley (apodado “el bulldog de Darwin” por haber sido un férreo defensor de sus teorías, y que, paradójicamente, sobre este tema, sostuvo una postura contraria a estas teorías) o Richard Dawkins (autor del “célebre” libro El gen egoísta), quienes conciben la moralidad humana como un artificio cultural, creado para hacer posible la convivencia y la coexistencia, pese a nuestras tendencias “malvadas y egoístas”.
Ahora, si por nuestra naturaleza somos seres morales, no-neutrales, ¿cómo es que (interrogante número 4), sin embargo,  muchas veces nos compartamos como si no lo fuéramos, incluso haciendo gala de nuestra aptitud de buenos “esquivadores”? ¿Tendrá  que ver aquí la irrupción de nuestra alabada racionalidad, cualidad admirable si se la emplea adecuadamente y con fines loables, pero peligrosa cuando mal utilizada?

Me he permitido discurrir –o siendo sincero, divagar- reflexionando sobre el problema de lo inútil de ser neutral, pero creo que de eso se trata, al menos en parte, la posibilidad de intercambiar ideas: de enriquecernos mutuamente, de ser catalizadora de nuevas respuestas, o para muchos, más importante aún, nuevas preguntas. Hoy me surgieron como cuatro. Gracias Martín.

martes, 21 de febrero de 2012

Cómo viajar en el tiempo sin gastar un peso


El hecho de haber tenido que caminar por el (macro)centro de la ciudad (de Rosario), a las 8:15 de la mañana, un día martes, feriado y parte de un fin de semana largo de cuatro días (la razón: los carnavales de febrero), me hizo redescubrir parte de la ciudad. Dado que no había mucho para ver, ni autos, ni gente, ni siquiera perros (bueno, sí, había una gran aglomeración de canes frente a la vieja Maternidad Martin, pero eran una excepción; el séquito de una de esas -respetables- mujeres que siempre se encuentran en una ciudad cosmopolita, paseando con gran amor y dedicación a sus amigos cuadrúpedos, quienes parecen ser, lamentablemente, su única compañía en la vida), y sumado a la circunstancia de que debía caminar despacio para “hacer tiempo” (¡triste ironía del destino! ¡yo teniendo que hacer tiempo! ¡yo que siempre ando renegando y hasta mendigando por un poco de tiempo extra!), me vi obligado a pasear observando –con detenimiento- las casas y los edificios –pero sobre todo las casas, y algunos edificios viejos- circundantes. Construcciones por las que habitualmente paso pero que, sin embargo, me resultaban completamente desconocidas.

Así fue que tuve mi viaje de fin de semana largo. Duró unos veinte minutos de ida y unos diez de vuelta (a la ida tenía que hacer tiempo), tuvo una extensión de doce cuadras (seis y seis; volví por calles diferentes a las de la ida) y un costo meramente energético (costo que recuperaría luego, alfajor de maicena mediante), sin gastar dinero alguno. Me encontré con una ciudad diferente, desconocida, y por qué no, mágica. Me maravillé y deleité con una arquitectura delicada, compleja, de fachadas ricas en detalles y ornamentaciones; muy diferentes de las edificaciones modernas, construidas bajo el paradigma minimalista (o algo así; no soy un entendido del tema, pero tengo un amigo a quien le apasiona la arquitectura, y especialmente la moderna), que será muy funcional, sí, pero cuyo sentido estético –para mi gusto- deja mucho que desear. (Re)descubrí, sorprendido, casas enteras, o parte de ellas; encontré algunas más bellas de lo habitual y otras más feas. Encontré nuevos locales comerciales y sedes casi centenarias de antiguas instituciones -como la Sociedad de Pediatría de Rosario- a la vuelta, a escasos metros de mi casa. Y hasta pude reparar en las magníficas esculturas que algunas construcciones emblemáticas de la ciudad ostentan. Entre ellas, la majestuosa auriga que sobresale guiando su carro tirado por cinco caballos, por encima de los árboles (vista desde la Plaza San Martín), en la ex Jefatura de Policía, actual Sede de Gobierno Provincial. Y cómo no mencionar la mansión de  la Fundación Josefina Prats, con sus vitrales, sus fuentes custodiadas por querubines y sus jardines (y sus mitos y leyendas). Aunque, resulta necesario admitir que, lugares como estos últimos, difícilmente pasen desapercibidos. 

Pero acaso lo más increíble haya sido la posibilidad de viajar no sólo en el (acotado) espacio sino también en el (dilatado) tiempo. Porque las diferentes edificaciones corresponden a distintos estilos, inherentes a distintas épocas. Desde las más barrocas y coloniales hasta las actuales cajas blancas. Y resulta extraordinariamente sugestivo y cautivador jugar a imaginarse cómo habrá sido la ciudad (Rosario), su gente y su estilo de vida, en cada una de las diferentes épocas, y cómo habrán sido las sucesivas transiciones que culminaron en la miscelánea fisonomía actual. Jugar a ser una especie de arqueólogo o antropólogo, quizá de eso se trate; y quizá sea la forma más económica de viajar en el tiempo.

lunes, 30 de enero de 2012

(Una muy humilde reflexión) Acerca de la naturaleza humana


Estoy cansado de leer y escuchar a intelectuales que, como Nietzsche, Freud, Dawkins (por mencionar a algunos de los más populares, los que me vienen a la mente; pero hay muchos y contemporáneos), soberbiamente, se jactan por un lado de su ateísmo y, por otro, se vanaglorian de “comprender” la naturaleza malvada y egoísta del ser humano. ¿De dónde sale esta vil condición? Si dan –ellos- por sentado que no intervino dios alguno en la existencia del mundo (y transitivamente, en la del hombre) debemos entonces nuestros viles –de nuevo, según ellos- instintos a nuestras raíces animales; siempre ingenuamente –o tal vez no tanto- emparentadas con la bestialidad más despiadada. Pero sucede que la naturaleza no es así y que –asumiéndonos “descendientes del mono”- nuestros parientes más cercanos (y los lejanos también) nos muestran, aquí y allá, constantemente, que evolucionaron y lograron tener éxito gracias a comportamientos cooperativos, gregarios, altruistas; y gracias a la formación de vínculos estrechos con otros individuos. Esta condición no anula, ni pretende hacerlo, tendencias competitivas y agresivas, que también son parte de nuestra naturaleza, pero que de ningún modo la determinan. Llegamos entonces a un callejón sin salida. Si no somos justos y rectos (buenos) dado que no somos creaturas de Dios; pero tampoco podemos ser bestias crueles y egoístas (malos) debido a la herencia del mundo animal, ya que su naturaleza no es tal, ¿en qué “categoría ontológica” han de ubicar al ser humano, estos señores, para justificar su inmoralidad?
Parafraseando a un gran amigo: la soberbia de pensarse sin un ser, un Dios, superior a uno (podría reformularse: de pensarse el ser superior) está hecha de la misma substancia que la soberbia de pensarse el único sabio y valiente (acaso, héroe) que re-conoce y enfrenta la realidad de una condición humana horrorosamente infame, abyecta.

domingo, 8 de enero de 2012

¡Marti, Marti!

La primera vez que "sentí que sentí" que era Uno con el mundo, que sentí la plenitud del ser y del universo todo, no fue gracias a Heidegger, ni por meditar y recitar el mantra “Hare Krishna” con Harrison, ni por encontrar el Aleph de Borges; fue porque tomé la mano de un monito capuchino, o mejor dicho, él me la tomó a mí.
No importan las circunstancias; sólo importa aquel momento inolvidable, aquella sensación inigualable, acaso irrepetible. ¡Marti, Marti! le decía tiernamente –tal era el diminutivo de su nombre, Martín- mientras él jugaba a tironearme la mano, me hacía gestos con su rostro extraordinariamente expresivo, o se deleitaba comiéndose un caracol (o, en sus días de suerte, algún aventurado gorrión que osaba penetrar en sus aposentos). Su mirada era penetrante y conmovedora. Su cuerpo fibroso (así son los animales en general, cuando sanos); su pelaje pardo. Creo que me consideraba su amigo –yo por mi parte así lo sentía- y en algunas –excepcionales- ocasiones, compartió conmigo su insigne ritual de acicalamiento. No sé si él simulaba sacarme piojillos, para hacerme sentir bien, aceptado; o si realmente los encontraba. Yo hacía lo propio simulando comer los parásitos que de su brazo “sacaba”. Eran encuentros inocentes, genuinos, naturales, vitales. Si pasaba un tiempo sin verlo, él no se olvidaba de mí; por el contrario, me recibía con gritos aturdidores, desde lo lejos, ni bien se percataba de mi presencia.
Hace mucho que no te veo ¡Marti, Marti! ¡Tanta agua corrió bajo el puente desde entonces! ¡Tanto tuviste que ver vos con ella! ¿Estarás allí aún, presto a jugar conmigo, amigo?