Dicen que una vez el hombre fue un mono que vivía alegremente en las selvas africanas comiendo frutas de todos los colores, olores y sabores (si acaso tiene) del arcoíris. (Nuestra predilección por las golosinas nos lo recuerda.) Un día algo en el clima cambió y sus selvas devinieron pastizales, sabanas. El “hombre-mono” tuvo que buscar otra forma de alimentarse, y parece ser que lo que más tenía a mano eran otros animales, principalmente otros mamíferos. Así que aprendió y comenzó a cazarlos. Paralelamente el hombre-mono también era cazado por otros animales, en el eterno y universal –o mejor dicho, mundano- juego de la supervivencia. Por ello comenzó a pararse en sus dos patas traseras con mucha frecuencia; para poder observar a través de los altos pastizales y estar alerta ante el peligro de ser cazado. Cada vez pasaba más tiempo erguido, hasta que un día dejó de caminar en cuatro patas para nunca más volver a hacerlo. Esta nueva forma de andar en la vida dejó libre sus manos para manipular, explorar, aprehender y aprender (de) todo tipo de objetos. Con el tiempo su conocimiento y habilidad mejoraron notablemente; entonces fue capaz de transformar los objetos que manipulaba y, como una consecuencia lógica, transformar su medioambiente, su entorno. Mientras tanto seguía cazando para alimentarse y, como sus presas no eran presa fácil (si se me permite el juego de palabras), debió recurrir a esos objetos transformándolos en herramientas de caza. Como eso no fue suficiente, recurrió también a sus compañeros de grupo (o tribu), cooperando en la empresa de conseguir el alimento, afianzando y arraigándose así sus tendencias sociales. (Esto también nos consta, pues heredamos una fuerte impronta en relación al ritual de la alimentación en grupo. Almorzamos y cenamos con amigos y familiares, reunidos frente al banquete –siempre salado-, compartiéndolo, cual grupo de lobos en derredor de la presa abatida.) Y dado que esta cooperación exigía armonía, se libró (o al menos lo intentó –podía equivocarse, después de todo era humano; aunque pensándolo bien, no lo era aún, en un sentido cabal-) de uno de los motivos de lucha y competencia más importantes –sino el más importante- entre los potenciales cooperadores: la búsqueda de pareja. El hombre-mono se volvió monógamo y vivió toda su vida con una misma pareja (hasta inventar millones de años después, el divorcio). No obstante el trabajo en equipo y las herramientas, muchos animales seguían siendo difíciles de atrapar, pues eran más veloces que el hombre-mono. Entonces éste ideó una estrategia notable: correría y perseguiría a sus presas hasta, literalmente, “ganarles por cansancio”. Para lograrlo tuvo que desprenderse de su espeso y ubicuo pelaje, pues la piel desnuda le permitía transpirar con mayor facilidad, evitando que su cuerpo se recalentase durante las largas e intensas persecuciones. El hombre-mono podía correr, de esta manera, durante horas, hasta que el animal perseguido sucumbía sólo por el cansancio y el excesivo calor. Para aquel entonces una cola prensil no tenía mucho sentido, no habiendo árboles en los que trepar. El hombre-mono también podía alimentarse recolectando frutas y verduras, hasta que comprendió que era más fácil si las cultivaba él mismo. Dejó de perseguir su destino y decidió construirlo, estableciéndose en un lugar determinado. Surgieron la economía y la política; las ciudades y los países. El rudimentario –pero no por ello menos excepcional- lenguaje que había desarrollado, se tornó cada vez más rico y complejo. Cuando el hombre-mono –a esta altura, mejor conocido como hombre, a secas- vio satisfechas sus necesidades básicas de subsistencia, dio rienda suelta a una de sus cualidades más admirables: la creatividad. Comenzó a expresar lo que sentía y pensaba (en algún punto de este vertiginoso camino, el instinto puro dio lugar a la conciencia, quizá, como dijera Piaget, cuando hubo problemas que el primero por sí sólo ya no fue capaz de resolver) y surgió el arte. Cultivó, como ningún otro animal en la Tierra, su curiosidad infinita, y se volvió filósofo y científico. Extendió muchas cualidades de su infancia a la edad adulta, y jugó en todo momento y lugar, en vez de simplemente descansar. Fue capaz de reír y de llorar. Y hasta fue capaz de llegar a la representación abstracta, al símbolo. Y la curiosidad se volvió búsqueda de sentido, de trascendencia. De libertad y de amor. El hombre-mono se volvió metafísico. Y así, casi sin quererlo, fue padre e hijo de la cultura, de la civilización y de la historia. Actualmente algunos dicen que el hombre-mono se ha vuelto posmoderno. Que es un mono (un hombre) “posmo”. Otros, que también ésta es una etapa superada. Porque el hombre-mono está siempre pronto a superarse, a pro-yectarse. Yo lo admiro por su naturaleza animal y por su condición humana. Tan contradictorias en apariencia, pero en esencia, estrechamente ligadas, partes de un todo acabado e integrado. Ése que es consciente de sí mismo, de su futuro, de sus infinitas posibilidades y hasta de su muerte (la imposibilidad de todas sus posibilidades). Ése que es capaz de pensar el mundo y hasta de (atreverse a intentar) pensar la nada. De pro-yectarse individual y colectivamente. De actuar y construir con y para el otro; y también contra el otro. Ése que es víctima y victimario, pero, a la vez, mártir y redentor. Ése que ama, ríe y llora; que se abraza, se besa y se golpea. Ése que se rasca la cabeza por vergüenza, y que muchas veces dice más con su lenguaje corporal que con la exuberancia de sus símbolos. Ése que conserva la mirada transparente y honesta –para mí, reflejo de un alma- de todo animal. Eso y mucho más.