Estoy cansado de leer y escuchar a intelectuales que, como
Nietzsche, Freud, Dawkins (por mencionar a algunos de los más populares, los
que me vienen a la mente; pero hay muchos y contemporáneos), soberbiamente, se
jactan por un lado de su ateísmo y, por otro, se vanaglorian de “comprender” la
naturaleza malvada y egoísta del ser humano. ¿De dónde sale esta vil condición?
Si dan –ellos- por sentado que no intervino dios alguno en la existencia del
mundo (y transitivamente, en la del hombre) debemos entonces nuestros viles –de
nuevo, según ellos- instintos a nuestras raíces animales; siempre ingenuamente –o
tal vez no tanto- emparentadas con la bestialidad más despiadada. Pero sucede
que la naturaleza no es así y que –asumiéndonos “descendientes del mono”-
nuestros parientes más cercanos (y los lejanos también) nos muestran, aquí y allá,
constantemente, que evolucionaron y lograron tener éxito gracias a
comportamientos cooperativos, gregarios, altruistas; y gracias a la formación
de vínculos estrechos con otros individuos. Esta condición no anula, ni
pretende hacerlo, tendencias competitivas y agresivas, que también son parte de
nuestra naturaleza, pero que de ningún modo la determinan. Llegamos entonces a
un callejón sin salida. Si no somos justos y rectos (buenos) dado que no somos creaturas
de Dios; pero tampoco podemos ser
bestias crueles y egoístas (malos) debido
a la herencia del mundo animal, ya que su naturaleza no es tal, ¿en qué “categoría
ontológica” han de ubicar al ser humano, estos señores, para justificar su
inmoralidad?
Parafraseando a un gran amigo: la soberbia de pensarse sin
un ser, un Dios, superior a uno (podría reformularse: de pensarse el ser superior) está hecha de la misma
substancia que la soberbia de pensarse el único sabio y valiente (acaso, héroe)
que re-conoce y enfrenta la realidad de una condición humana horrorosamente
infame, abyecta.