lunes, 30 de enero de 2012

(Una muy humilde reflexión) Acerca de la naturaleza humana


Estoy cansado de leer y escuchar a intelectuales que, como Nietzsche, Freud, Dawkins (por mencionar a algunos de los más populares, los que me vienen a la mente; pero hay muchos y contemporáneos), soberbiamente, se jactan por un lado de su ateísmo y, por otro, se vanaglorian de “comprender” la naturaleza malvada y egoísta del ser humano. ¿De dónde sale esta vil condición? Si dan –ellos- por sentado que no intervino dios alguno en la existencia del mundo (y transitivamente, en la del hombre) debemos entonces nuestros viles –de nuevo, según ellos- instintos a nuestras raíces animales; siempre ingenuamente –o tal vez no tanto- emparentadas con la bestialidad más despiadada. Pero sucede que la naturaleza no es así y que –asumiéndonos “descendientes del mono”- nuestros parientes más cercanos (y los lejanos también) nos muestran, aquí y allá, constantemente, que evolucionaron y lograron tener éxito gracias a comportamientos cooperativos, gregarios, altruistas; y gracias a la formación de vínculos estrechos con otros individuos. Esta condición no anula, ni pretende hacerlo, tendencias competitivas y agresivas, que también son parte de nuestra naturaleza, pero que de ningún modo la determinan. Llegamos entonces a un callejón sin salida. Si no somos justos y rectos (buenos) dado que no somos creaturas de Dios; pero tampoco podemos ser bestias crueles y egoístas (malos) debido a la herencia del mundo animal, ya que su naturaleza no es tal, ¿en qué “categoría ontológica” han de ubicar al ser humano, estos señores, para justificar su inmoralidad?
Parafraseando a un gran amigo: la soberbia de pensarse sin un ser, un Dios, superior a uno (podría reformularse: de pensarse el ser superior) está hecha de la misma substancia que la soberbia de pensarse el único sabio y valiente (acaso, héroe) que re-conoce y enfrenta la realidad de una condición humana horrorosamente infame, abyecta.

domingo, 8 de enero de 2012

¡Marti, Marti!

La primera vez que "sentí que sentí" que era Uno con el mundo, que sentí la plenitud del ser y del universo todo, no fue gracias a Heidegger, ni por meditar y recitar el mantra “Hare Krishna” con Harrison, ni por encontrar el Aleph de Borges; fue porque tomé la mano de un monito capuchino, o mejor dicho, él me la tomó a mí.
No importan las circunstancias; sólo importa aquel momento inolvidable, aquella sensación inigualable, acaso irrepetible. ¡Marti, Marti! le decía tiernamente –tal era el diminutivo de su nombre, Martín- mientras él jugaba a tironearme la mano, me hacía gestos con su rostro extraordinariamente expresivo, o se deleitaba comiéndose un caracol (o, en sus días de suerte, algún aventurado gorrión que osaba penetrar en sus aposentos). Su mirada era penetrante y conmovedora. Su cuerpo fibroso (así son los animales en general, cuando sanos); su pelaje pardo. Creo que me consideraba su amigo –yo por mi parte así lo sentía- y en algunas –excepcionales- ocasiones, compartió conmigo su insigne ritual de acicalamiento. No sé si él simulaba sacarme piojillos, para hacerme sentir bien, aceptado; o si realmente los encontraba. Yo hacía lo propio simulando comer los parásitos que de su brazo “sacaba”. Eran encuentros inocentes, genuinos, naturales, vitales. Si pasaba un tiempo sin verlo, él no se olvidaba de mí; por el contrario, me recibía con gritos aturdidores, desde lo lejos, ni bien se percataba de mi presencia.
Hace mucho que no te veo ¡Marti, Marti! ¡Tanta agua corrió bajo el puente desde entonces! ¡Tanto tuviste que ver vos con ella! ¿Estarás allí aún, presto a jugar conmigo, amigo?