jueves, 23 de febrero de 2012

Sobre lo inútil de ser neutral


Tincho, me obligás a reflexionar sobre por qué es inútil -o, quizá, me arriesgaría a decir, no ético (ver más adelante)- ser neutral; qué nos motiva a no serlo y qué nos incita a sí serlo (interrogante número 1). La verdad es genial que nos incomodes con estos interrogantes, siempre apuntando a que la reflexión nos lleve a ser un poquito mejor cada día. Es una pregunta difícil, a mi entender, aunque superficialmente vista parezca una obviedad. Y creo que puede responderse desde diversos lugares; algunos más racionales, otros más emocionales y hasta espirituales.
Personalmente (sin indagar demasiado por "falta de tiempo" ;) pienso que la empatía juega un rol importante, ya que en uno de los escenarios donde más se pone en juego -y en tela de juicio- la neutralidad es en las relaciones humanas. Nuestra estrecha vinculación emocional con los demás -forjada por las fuerzas de la evolución, dado que somos una especie estrictamente social- nos lleva a sentirnos afectados por los estados emocionales del otro, por lo que, desde este punto de vista, difícilmente uno pueda mantenerse –o sentirse- neutral. Desde el más básico contagio emocional hasta las formas más complejas de compasión, siempre nos veremos afectados por el estado del otro. Creo que las emociones y motivaciones subyacentes son tan fuertes, que luego se extrapolan a problemas inherentes a los animales, las plantas, la ecología, el planeta. Y llegado a este punto se me plantea un nuevo interrogante (el número 2). ¿Existe alguna clase de problemas, donde se ponga en juego nuestra neutralidad, que no tenga que ver con los seres vivos? (Y con sus relaciones con otros sujetos –vivos-  y con su medio ambiente –entendido en el amplio sentido de la palabra-). ¿Se plantea el dilema de la neutralidad en problemas de índole estrictamente “abiótica”? Por ejemplo, ¿tiene sentido plantear  la pregunta “por la opinión acerca de la calidad de un auto o por la belleza de una construcción arquitectónica” en términos de neutralidad?  ¿Será entonces que la cuestión de la neutralidad sólo tiene sentido entendida como una postura ética y moral? Y finalmente, entonces (interrogante número 3), podemos  inferir y concluir que la moralidad tiene una estrecha -acaso exclusiva- relación con nuestra biología? Relación que podría remontarse a sus raíces, llegando así a la postura planteada y compartida por muchos, de que somos seres morales, altruistas, cooperativos y sociales por naturaleza; en contraposición a la concepción de los teóricos de la capa, como Rousseau, Hobbes, Huxley (apodado “el bulldog de Darwin” por haber sido un férreo defensor de sus teorías, y que, paradójicamente, sobre este tema, sostuvo una postura contraria a estas teorías) o Richard Dawkins (autor del “célebre” libro El gen egoísta), quienes conciben la moralidad humana como un artificio cultural, creado para hacer posible la convivencia y la coexistencia, pese a nuestras tendencias “malvadas y egoístas”.
Ahora, si por nuestra naturaleza somos seres morales, no-neutrales, ¿cómo es que (interrogante número 4), sin embargo,  muchas veces nos compartamos como si no lo fuéramos, incluso haciendo gala de nuestra aptitud de buenos “esquivadores”? ¿Tendrá  que ver aquí la irrupción de nuestra alabada racionalidad, cualidad admirable si se la emplea adecuadamente y con fines loables, pero peligrosa cuando mal utilizada?

Me he permitido discurrir –o siendo sincero, divagar- reflexionando sobre el problema de lo inútil de ser neutral, pero creo que de eso se trata, al menos en parte, la posibilidad de intercambiar ideas: de enriquecernos mutuamente, de ser catalizadora de nuevas respuestas, o para muchos, más importante aún, nuevas preguntas. Hoy me surgieron como cuatro. Gracias Martín.

martes, 21 de febrero de 2012

Cómo viajar en el tiempo sin gastar un peso


El hecho de haber tenido que caminar por el (macro)centro de la ciudad (de Rosario), a las 8:15 de la mañana, un día martes, feriado y parte de un fin de semana largo de cuatro días (la razón: los carnavales de febrero), me hizo redescubrir parte de la ciudad. Dado que no había mucho para ver, ni autos, ni gente, ni siquiera perros (bueno, sí, había una gran aglomeración de canes frente a la vieja Maternidad Martin, pero eran una excepción; el séquito de una de esas -respetables- mujeres que siempre se encuentran en una ciudad cosmopolita, paseando con gran amor y dedicación a sus amigos cuadrúpedos, quienes parecen ser, lamentablemente, su única compañía en la vida), y sumado a la circunstancia de que debía caminar despacio para “hacer tiempo” (¡triste ironía del destino! ¡yo teniendo que hacer tiempo! ¡yo que siempre ando renegando y hasta mendigando por un poco de tiempo extra!), me vi obligado a pasear observando –con detenimiento- las casas y los edificios –pero sobre todo las casas, y algunos edificios viejos- circundantes. Construcciones por las que habitualmente paso pero que, sin embargo, me resultaban completamente desconocidas.

Así fue que tuve mi viaje de fin de semana largo. Duró unos veinte minutos de ida y unos diez de vuelta (a la ida tenía que hacer tiempo), tuvo una extensión de doce cuadras (seis y seis; volví por calles diferentes a las de la ida) y un costo meramente energético (costo que recuperaría luego, alfajor de maicena mediante), sin gastar dinero alguno. Me encontré con una ciudad diferente, desconocida, y por qué no, mágica. Me maravillé y deleité con una arquitectura delicada, compleja, de fachadas ricas en detalles y ornamentaciones; muy diferentes de las edificaciones modernas, construidas bajo el paradigma minimalista (o algo así; no soy un entendido del tema, pero tengo un amigo a quien le apasiona la arquitectura, y especialmente la moderna), que será muy funcional, sí, pero cuyo sentido estético –para mi gusto- deja mucho que desear. (Re)descubrí, sorprendido, casas enteras, o parte de ellas; encontré algunas más bellas de lo habitual y otras más feas. Encontré nuevos locales comerciales y sedes casi centenarias de antiguas instituciones -como la Sociedad de Pediatría de Rosario- a la vuelta, a escasos metros de mi casa. Y hasta pude reparar en las magníficas esculturas que algunas construcciones emblemáticas de la ciudad ostentan. Entre ellas, la majestuosa auriga que sobresale guiando su carro tirado por cinco caballos, por encima de los árboles (vista desde la Plaza San Martín), en la ex Jefatura de Policía, actual Sede de Gobierno Provincial. Y cómo no mencionar la mansión de  la Fundación Josefina Prats, con sus vitrales, sus fuentes custodiadas por querubines y sus jardines (y sus mitos y leyendas). Aunque, resulta necesario admitir que, lugares como estos últimos, difícilmente pasen desapercibidos. 

Pero acaso lo más increíble haya sido la posibilidad de viajar no sólo en el (acotado) espacio sino también en el (dilatado) tiempo. Porque las diferentes edificaciones corresponden a distintos estilos, inherentes a distintas épocas. Desde las más barrocas y coloniales hasta las actuales cajas blancas. Y resulta extraordinariamente sugestivo y cautivador jugar a imaginarse cómo habrá sido la ciudad (Rosario), su gente y su estilo de vida, en cada una de las diferentes épocas, y cómo habrán sido las sucesivas transiciones que culminaron en la miscelánea fisonomía actual. Jugar a ser una especie de arqueólogo o antropólogo, quizá de eso se trate; y quizá sea la forma más económica de viajar en el tiempo.