viernes, 27 de julio de 2012

Preguntas


¿De qué se trata todo esto? ¿De qué va la cosa? ¿Se trata de ser feliz o de ser fuerte? ¿Existe la felicidad? ¿Existe un sentido? ¿Un final del camino? ¿O es el camino lo que importa (como dijera Fito Páez)? Y yo que siempre critiqué (critico) y condené al consumismo, al materialismo, ¿no hay derecho, acaso, a buscar la felicidad en lo material, en los productos, en las mercancías? ¿Quién dice que es menos genuina esa búsqueda que aquella que cultiva el espíritu, el conocimiento, el arte? (Obviamente, pensando y abstrayéndonos –si es que se puede, sin caer en la infamia- de la explotación de clases, de las terribles desigualdades, injusticias y miserias que subyacen al sistema de producción de todos estos pequeños “pedazos de felicidad”.) ¿Y la felicidad puede estar en el trabajo? ¿Entonces trabajo para ser feliz? ¿Entonces vivo para trabajar? ¿Vivo para ser feliz? ¿Trabajo para vivir? ¿Aunque muchas veces se nos prive del sol? ¿Es un precio justo a pagar? Y, no sé; a mí me encanta mi trabajo. A mí también, tanto como sentir el calor y la luz del sol, y la brisa del otoño, y las endorfinas corriendo por mi sangre durante y después de un buen ejercicio físico. ¡Ah! ¡Cierto! ¡Las endorfinas! Los (¿escépticos? No, se respeta su opinión) que consideran la felicidad como parte de un romanticismo, acaso ingenuo, poco tienen y pueden decir sobre las endorfinas. La felicidad materializada, hecha hormona. ¿O ahora estamos hablando de placer? ¿Felicidad y placer son la misma cosa? ¿Son como la idea platónica y su contraparte mundana? Entonces (!), ¿vivimos para buscar el placer? ¿Somos hedonistas? ¿Y el amor? No olvidemos al amor. Y a la libertad. Yo no puedo identificar el amor con lo material, pero sí pienso en la libertad de elegir lo material. Y para mí la libertad es el fundamento del amor. Me estoy desviando, pero me acuerdo que el amor es otro “ente” tan cuestionado como la felicidad. Tan maltratados por el reduccionismo. ¿Son creaciones humanas? ¿Los animales aman, son felices? ¿Y las plantas? ¿No serán todas, distintas versiones de una misma cosa? ¿Y la Pachamama? ¿Y Gaia? Cuando volvía a casa me crucé, en la peatonal, con un perro de la calle, que me miraba –con ojos bondadosos- desde su “cucha” (unos cartones en el piso), entre las piernas de las muchas personas que iban y venían. Sentí amor. Y también felicidad.

miércoles, 25 de julio de 2012

Kinesioterapia



Qué experiencia loca y “cortazariana” sufrir de repente una lesión en la rodilla y tener que comenzar sesiones de kinesioterapia, cosa que nunca había hecho en la vida. Levantarme más temprano y acostarme proporcionalmente  antes de lo habitual (o no, y sufrir las consecuencias del cansancio al día siguiente). Comenzar una rutina diaria de magnetoterapia, ultrasonido y ejercicios, gradualmente más larga y exigente respecto de los últimos. Conocer gente nueva; las secretarias, que te abren y cierran la puerta de entrada al llegar y al retirarte, y te preguntan tu apellido para anunciárselo al kinesiólogo pertinente (Sergio, en mi caso), quien a los pocos minutos aparece por el espacio que divide la sala de espera de las camillas y los aparatos para hacer ejercicios y te invita -interrumpiéndote lecturas anacrónicas sobre el furor de Messi antes del mundial de Alemania (¡las maravillas que ya se decían de él!, ¡si hubieran podido saber lo que sería después, ahora!) o la rememoración de los 50 años desde que los Rolling Stones tocaron por primera vez- a pasar del otro lado; los pacientes, algunos de los cuales se van volviendo familiares, y uno siente una cosa extraña cuando de repente un día deja de verlos sabiendo que no volverá a hacerlo, y sabiendo que un día le tocará a uno mismo dejar de ser visto por los demás (por suerte eso todavía no ha ocurrido). Y todo eso, para de golpe –a esta altura ya puedo decir que estoy cerca; sólo me queda un día de rehabilitación, ¡un día!- convertirse en el paciente que no se verá más por allí, porque debió volver a su antigua rutina, la de levantarse y desayunar para ir derechito al trabajo. Y entonces aparece el riesgo, el miedo. Extrañar la rutina de la rodilla, cada detalle de ella. Un llamado, ubicarse en la camilla, ultrasonido, charla amena con Sergio  (principalmente sobre el avance en la recuperación, pero también sobre trabajo, literatura –Cortázar: pocas veces, acaso ninguna, he leído un cuento tan mágico, tan visceral y tan dulce, como “La señorita Cora”- y el frío), magnetoterapia, y como acá me quedo sólo, leer; luego sacarse la modorra en la que tibia y mansamente uno ha entrado, comenzar los ejercicios físicos, sentadillas, cuádriceps, gemelos, de vez en cuando lindos goles en el televisor del gimnasio; y finalmente saludar (a veces estirar antes), y salir al mundo con un hambre voraz, de desayuno y de vida. Se acentúa el miedo, el riesgo de vivir anhelando volver a estar ahí, esperando ser llamado para entrar a la kinesioterapia, esperando y deseando una nueva lesión que te devuelva a ese cálido y confortable mundo de kinesiólogos, pacientes y secretarias. Tengo que apurarme y terminar de escribir esto, terminar antes de que sea mañana, y me haya invadido la angustia.


miércoles, 11 de julio de 2012

El mono teleológico


¿Salto cualitativo?
De repente recordé, con algo de gracia, el argumento “de que está en nuestra naturaleza y en nuestro instinto” esgrimido por muchos para justificar la infidelidad o sus sensatos ataques en contra de la “construcción cultural” del amor. (También se lo usa, y también absurdamente, para intentar justificar nuestra pretendida naturaleza maligna y abyecta, según la manera hobbesiana y freudiana de ver una sola cara de la moneda.) ¡Pobre biología –reflexioné-, agraviada tan impunemente! Porque pocas cosas hay –si las hay- más puras y genuinas que el instinto y la inocencia animal. Entonces me pregunté si sabrán y tendrán presente el hecho de que somos la única especie del Planeta que -usando términos técnicos y libres de todo “romanticismo barato e ingenuo”- copula de frente (bueno, con excepción de los bonobos, tan parientes nuestros como los chimpancés, pero más sexuales y pacifistas). Podrá pasar inadvertido en un primer momento, pero basta pensar un poco en ello para darse cuenta de la trascendencia de esta particularidad. Al copular de frente, los miembros de la pareja pueden mirarse a la cara, a los ojos; ser testigos y partícipes de los intensos sentimientos experimentados por su pareja, en aquel momento de intimidad y confianza casi absolutas, afianzando sobremanera el vínculo que los une. Incluso los rasgos físicos del otro se afianzan en la memoria, se singularizan, se vuelven únicos. Y es que el Homo sapiens, a diferencia de otros primates, era de dieta mayoritariamente carnívora, y necesitaba de la cooperación de sus compañeros para salir a cazar y tener éxito, a la vez que una mujer que cuidara de sus hijos y no fuera motivo de competencia y discordia entre los cooperantes. Tales circunstancias habrían alentado (y moldeado) la evolución y afirmación de tendencias monogámicas en nuestra especie.

Sí podría concebir al amor como una construcción cultural, en el siguiente sentido. Todos los animales sociales forman estrechos vínculos entre los miembros de su grupo, se preocupan por el otro y cooperan para alcanzar objetivos comunes; pero el hombre probablemente sea el único capaz de tomar conciencia plena de ello y de articular un lenguaje que le permita hacer de esa realidad una elección, atribuyéndole a esta última un sentido, un sentido por y para el qué vivir.
Entonces, quizá el hombre sí haya dado un salto cualitativo respecto de los demás primates después de todo. Quizá dicho salto consista en haberse convertido en un mono teleológico.

Nota: Debo aclarar que, aunque no desarrollado aquí, mi concepción del amor va más allá de la ciencia, hallando su principal sustento en el vínculo espiritual y en una elección activa, libre y conciente de la búsqueda del bien común, para el otro y con el otro.