Vértigo.
Vértigo para irme a dormir. Vértigo para levantarme. Vértigo para
desayunar. Para ir al trabajo. Para llegar al trabajo. Para trabajar. Para
salir del trabajo. Para llegar a mi casa. Para descansar un rato. Para
levantarme y hacer algo (y de ser posible, varios, muchos algos). Para cenar.
Para bañarme. Para irme a dormir otra vez. Vértigo para ponerme a escribir
esto. Vértigo.
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Hace mucho tiempo que vivo en permanente
estado de vértigo. Hace mucho tiempo que
no me detengo. Que no percibo con plenitud las cosas. Con claridad. Con
densidad. Hace mucho tiempo que (casi) todo pasa delante de mí como si nada.
(Siniestra condición del vértigo que no me da tiempo a tomar conciencia de
ello.) O mejor dicho –y he aquí lo esperanzador, el haz de luz que se cuela por
la hendija-, que
yo paso delante de
las cosas como si nada. Cuánto hace que no me detengo a observar y escuchar a una
pareja de horneritos cantar a dúo. Cuánto hace que no me detengo a observar las
curiosas y graciosas conductas de los perros de la calle. Cuánto hace que no
observo las nubes, la luna, las estrellas. Que no me detengo en las texturas,
los aromas, los colores. Que no siento el mundo latiendo a mi alrededor. Que no
sincronizo con la mirada del otro, ni me abandono a vibrar en la frecuencia de
su voz. (Y eso es muy peligroso: no sólo descuido sus valores; también sus
problemas.) Cuánto hace que no vivo en el presente sino en el constante correr
hacia el futuro, hacia lo que viene (y nunca termina de llegar).
Por suerte, siempre hay cosas que me abofetean lo
suficientemente fuerte como para arrancarme –al menos por un momento- de
semejante enajenación. La risa de algún chico. La inesperada irrupción del olor
a tierra mojada. Una canción especial. Una frase. Una caricia. O la simple y
terrible ansiedad, espontánea, asfixiante, sólo en apariencia injustificada. Es
preciso recuperar ese contacto y ese vínculo genuinos con el mundo, con las personas.
La serenidad del ahora. “Quién me
quita la paz de la tortuga” reza un poema norteño (será por eso que me fascinan
tanto). Reivindicar el cliché: “Primero lo importante; después lo urgente”. Y
que el vértigo quede relegado sólo a la (gran) película de Hitchcock.