miércoles, 31 de diciembre de 2014

Almendra

Deseaba fervientemente ponerme a leer El lobo estepario, tras casi una semana sin poder hacerlo. Antes quise descansar media horita para cortar un poco y renovar la energía. Una llamada circunstancial me arrancó de mi somnolencia. Ahora estoy acá sentado escribiendo esto.
No sé que quiero escribir, así que más bien dejaré que la cosa fluya. Son las últimas horas de un año que –creo- fue más malo que bueno; sin embargo, quiero centrarme en lo bueno. Siempre fantaseé con inventar algo donde todos mis amigos más queridos se vean involucrados. Por ejemplo, el día que B. (Chuker) presentó su obra de teatro y fuimos posteriormente a celebrar al bar donde labura T. Entonces discutimos un rato sobre la obra y luego la charla discurrió para el lado del cine, en parte, debido a que comenté haber visto una película de Godard que tenía mucho en común con la obra de C. Mientras tanto, T. nos agasajaba muy generosamente con cerveza tirada. La música acompañaba armoniosamente la juntada, sonando, entre otros, Beatles, Black Keys y Atoms For Peace, bandas estas últimas que conocí gracias a G. y T. (A todos ellos debo, también, las reuniones del Club de la serpiente, sucursal Rosario.) Luego cayeron S. y su hermana C., y la fiesta estuvo casi completa. Al instante me puse a recordar viejas épocas, una costumbre que se reedita casi involuntariamente cada vez que los veo. Hablamos mucho de los años en Funes, de cómo éramos y de cómo cambiamos, de los viajes en bicicleta con S. que tanto disfruté realizar y ahora disfruto evocar. Bien podrían llamarme “Funes, el memorioso”. M. (Tata; no el vampiro) también venía desde Buenos Aires para la ocasión; el mismo que tan importante había sido para mí iniciándome –y marcándome- en mi relación con el rock. No se habló mucho de fútbol; quizá porque L. no estaba, pues se había quedado cuidando a su novia, presta a dar a luz a su primogénito. T. (Tortu) recién vendría para estos pagos en diciembre, para las Fiestas; pero siempre lo sentía presente, aunque más no fuera sabiéndolo allá en Ezeiza, haciendo esas cosas que tanto le gustan y tanto sacrificio le costaron.
Este sí que podría ser un año marcado por el redescubrimiento: de personas, amigos, ideas, modos de ser, de pensar y de andar. La bici es uno de esos redescubrimientos. Ahora creo firmemente que hay un antes y un después de la bicicleta en la vida de una persona. Y no puedo entender esa necesidad del auto. Porque la bici te permite desplazarte distancias relativamente grandes (las necesarias y suficientes como para manejarse en una ciudad promedio), en tiempos relativamente cortos; pero además tiene el plus de ser ecológica, saludable y hasta gratuita. Ni qué hablar de las sensaciones intrínsecas (creo que esta palabra la escuché por primera vez de la boca de S., je) del andar y pedalear en estrecho vínculo con el afuera, que por cierto no es tan afuera porque uno está inmerso en él hasta la verija; arrojado sobre el mundo, en palabras sartreanas, en vez de recluido en una burbuja aislante –y enajenante- en palabras moriacaseanas.
Siento, por último, la necesidad de homenajear a esos amigos a la distancia, con quienes nunca creí poder formar vínculos tan íntimos, enriquecedores y permanentes, dada precisamente la distancia. Afortunadamente lo hicimos, y son muestra de que hay una energía particular, maravillosa, que forja la unión y es capaz de trascender las geografías. C., sannicoleño devenido tucumano; M., salteña-jujeña, devenida también tucumana; T. y M., otros jujeños devenidos cordobeses. Todos son parte de mí y en cada reencuentro es como si el tiempo no hubiera pasado. También J. y A., los internacionales, que aunque veo mucho menos, nunca dejo de pensarlos.
Faltaría incluir a muchas personas más, conocidas y por conocer; mis disculpas a ellos y mis agradecimientos también.
Sólo una vez pudimos coincidir (casi) todos en tiempo y espacio. Fue en mi casamiento; uno de los momentos más lindos de esta historia.

Será hasta el año que viene.

lunes, 22 de diciembre de 2014

Autógrafo

En principio parecía una locura. Quizá en parte lo era, pero sólo por los treinta y seis grados que hacía ese 24 a la una del mediodía. Era víspera de Navidad y uno, por lo general, espera cosas buenas. Yo tenía esa energía positiva. Así que pese –o mejor dicho, gracias- a haber ido a trabajar decidí tomarme el bondi (aunque no sabía cuál en aquel momento) en pleno mediodía y visitar por primera vez el que fuera barrio de Messi durante su infancia. No me molestaba tener que sentarme veinte minutos en el colectivo. Por el contrario, me servía de excusa para seguir leyendo los capítulos finales del libro que tanto me gustaba. Oliveira ya subía con Talita viniendo del sótano. (Qué diferencia de temperatura entre el sótano y el colectivo). Preguntando se llega a Roma, o todos los caminos conducen a ella. Yo pude llegar a la casa de los tíos de Leo y luego, taxi mediante, a su casa natal. Y mientras tanto Oliveira empezaba a planificar su estrategia de defensa. Llegando a la casa de Leo, un auto importado arrancaba mientras un hombre de mi edad se metía por el lado del acompañante. De espaldas parecía él. Fue lindo experimentar la adrenalina de sentir el sueño tan cerca. Los piolines negros, las palanganas, los rulemanes (sea lo que fueran estos últimos). Pero no. Era su hermano. Igual bajé y le pregunté por las posibilidades de conocer a Leo. Eran pocas y no dependían de él. No obstante, ofreció conseguirme su foto autografiada. “Venite el jueves” me dijo. El taxi había dado muchas vueltas para llegar al lugar y realmente no sabía reproducir el camino. Es un barrio de muchas cortadas y calles que terminan de golpe. Cuando nos íbamos, el taxista amablemente me llevó hasta un mural de Messi pintado en una plazoleta frente a la escuela de su niñez. Le sacamos fotos. Cuando tomé el cole para volver, Horacio ya había quedado confinado a ese espacio entre la ventana, el escritorio y la cama. Las líneas defensivas ya habían sido dispuestas. Esa misma tarde sentí que tenía que irme hasta aquel barrio privado donde estaría entrenando Messi. Las chances de lograr pasar eran nulas, y las de verlo, mínimas. Pero era Noche Buena; valía la pena intentarlo. Y si no lograba mi objetivo, quizá Manú sí lo lograra. El recepcionista del barrio me dijo (sentado en el mismo lugar donde me sentara yo trece años atrás cuando todavía eran sólo árboles y terrenos parcelados y autos lujosos entrando y saliendo para elegir cuál de todos ellos comprar) que no sabía nada de él, que no se enteraban cuándo venía o entraba o salía. Indignado por tan absurda respuesta, le dije (puede que recién en ese momento él haya vuelto a mirarme a los ojos) que entendía que no pudiera darme ese tipo de información. Lo saludé y me instalé en las proximidades de la entrada. Escudriñaba cada auto que salía pero no hubo caso. Tenía que volver. El sentimiento era agridulce. Aún no encontraba a Leo, pero parecía estar encontrando otra cosa. Otro camino. U otro modo de andar el camino. Algo que rompía la estructura. Alas que rompían el capullo tras el letargo de la larva. Sentía una alegría distinta. Y una frustración recurrente: ¡qué difícil es al final dar con él! Tan difícil como estar en los zapatos de Oliveira, que ya sentía entrar a Manú. O en los zapatos (zapatillas de goma, en rigor) de Manú, que ya se aprestaba al crítico encuentro.
La segunda vez que fui, lo hice a pie. Con la cabeza puesta en el fin último de mi visita me interné en aquel laberinto de callejones y cortadas; pasé por donde nunca hubiera imaginado pasar. Y Horacio que se hamacaba peligrosamente en la ventana del segundo piso. Hasta que de golpe aparecí frente a la casa de Leo. Otra vez me fui con las manos vacías de autógrafos. El Cielo parecía imposible de alcanzar; siempre estancado en el casillero cuatro. Al menos había aprendido, casi sin proponérmelo, un camino directo y sencillo a la casa. Quizá no sirviera de nada, como quizá tampoco sirvieran de nada las líneas defensivas de Oliveira para impedir la entrada de Manú. Hubo una tercera y habrá una cuarta y última visita. Mientras tanto, golpean la puerta con fuerza y en el patio todos están revolucionados. El diálogo con Traveler se torna tenso por momentos, y Oliveira esgrime razones de las sinrazones. ¿Será sensato todo esto? ¿Será una forma de revelarse contra los cinco mil años de genes echados a perder? En todo caso no importa, mientras siga divirtiéndome y viéndome en lugares donde nunca me hubiera imaginado, con la alegría que dan la esperanza de encontrar lo que se busca y el saberse haciendo lo imposible por lograrlo.

miércoles, 19 de noviembre de 2014

Arenga

A ver si te hacés hombre de una vez, viejo. Basta de lloriqueos infantiles y de miedos cobardes. Y si los miedos están, si aparecen, enfrentalos. Así de simple. ¿Hasta cuándo si no vas a seguir así? Pisando los treinta y tres. Si estuviste en el mismísimo desierto bajando riscos empinados para bañarte en una cascadita mientras los jotes revoloteaban expectantes a tu alrededor. Y en la selva casi te perdés mientras no cesaban de picarte mosquitos voraces y animales peligrosos amenazaban con aparecer a cada paso que dabas. Y en la alta montaña, sólo en una cabaña de piedra en el medio de la nada, pasaste la noche más fría de tu vida teniendo que elegir entre helarte hasta la médula o dormir inmerso en el humo de una fogata frustrada. ¿No te sirvió para nada todo eso? Confiá en vos. Con-fiá. Pensá un poquito menos. Intuí. Canalizá esa energía negativa. Expresala. Manifestala. Transformala. Llorá. Quizá mejor, reíte. De vos. De la situación. Del absurdo. Capitalizalo. Soltalo. Naturalizalo. Echá mano de tantos años de enseñanzas. Cambiá, un poco. Todo es cambio en definitiva. Sacá el valor que tenés ahí dentro y disfrutalo. Animate. Disfrutá de verte donde nunca antes. Conocete y querete un poco más. Dale.

martes, 30 de septiembre de 2014

Amigos son los amigos (y más, también)

Me saludó con tanta buena energía tras alcanzarme hasta mi casa… Cuántos amigos tengo, la verdad. Será que no me gusta reservar la palabra “amigo” para casos muy puntuales e importantes, como recuerdo haber escuchado en algún lugar el otro día. Cierto que –por ejemplo- tengo compañeros de trabajo, pero tan cierto como que tengo amigos del trabajo. Yo veo (siento) claramente la diferencia. Aunque no sean de toda la vida o no hayan compartido momentos trascendentes de mi historia. Yo prefiero sentir amigos a todos aquellos que, por algún motivo particular –que los hace precisamente especiales-, vibran conmigo en la misma frecuencia. Claro que están los famosos íntimos-contados-con-los-dedos-de-las-manos, pero también están los que ahora pasan casi todo el día junto a uno en el trabajo o la facultad, los que están lejos (geográficamente), los que comparten además un vínculo de sangre, de parentesco político (fea expresión si las hay, por cierto), los que comparten una actividad  o una pasión un día a la semana (digamos, un fulbito, teatro o un ensayo en la sala), una ideología atemporal. También están los que son más viejos, más jóvenes, más gordos o más flacos. Los que pueden enseñarte y los que pueden aprender; profesores y alumnos de cualquier índole, ¿por qué no? Los que coincidieron –espacialmente- con uno por un tiempo limitado, los que bastaron horas o palabras para generar la conexión. Hombres, mujeres. Solteros o en pareja. Si tan sólo fuera consciente siempre de lo afortunado que soy por tenerlos, no habría forma de sentirme mal por ningún problema o necesidad personal (aunque sí por los de otros). Feliz día del amigo. Feliz primavera. Feliz vida.   

lunes, 1 de septiembre de 2014

Abre

Yendo en el colectivo leo: "El cerebro de los bebés tiene muchas más conexiones que el de los adultos (...) Nuestro cerebro poda los caminos más frágiles y menos usados, y refuerza los que se usan más a menudo". Llegado a mi particular destino reflexiono: "pocas cosas hay tan maravillosas como encontrarse en un lugar o situación donde nunca uno hubiera imaginado estar". Salgo y veo cuatro teros alborotando el cielo con sus gritos; me recuerdan mis días de infancia. Un golpe de vitalidad me sacude. Entonces me doy cuenta mientras vuelvo que ¡caminar por el parque a esta hora de la mañana! No todos los días... Abro mis poros a cada sensación y detalle. Me colman. Entreveo un nexo. Todo cierra (o se abre).

viernes, 6 de junio de 2014

Título aún no elegido

Dame un bizcocho; pero qué ganas de haber llevado la factura de crema (ayer). Dame una factura de crema; pero qué ganas de haber llevado la tortita negra (hoy). La prueba empírica e irrefutable que faltaba para comprobar aquel nefasto mecanismo. Siempre centrado (o más bien descentrado) en lo que se pierde al elegir. Una factura, una película, una acción, un trabajo. Warning! Así siempre se va a estar mal. Y con una inocencia deliciosa imagina que Oliveira sería más feliz en cualquiera de las Arcadias de bolsillo que fabrican las madame Léonie de este mundo. A veces, cuanto menos se  piensa, menos se yerra. Como cuando se juega al fútbol. Todo se reduce prácticamente a intuición, o a conciencia sartreana arrojándose al mundo (y a la pelota). Vivir(lo). Sentir(lo). La película, el trabajo, la presencia de ese amigo. Y ya que estamos, reír más. Más Platón y menos prozac, pero más Capusotto y menos Platón.

martes, 25 de febrero de 2014

20 minutos

A falta de inspiración, y con la esperanza de encontrarla a fuerza de escribir como ejercicio, he aquí algunas apreciaciones sobre el día de hoy.

Primera vez en meses que dispongo de bastante tiempo para mí. Siempre que pasa me desespero cual perro con dos platos (o más) de comida. No sé cuál o cuáles elegir. Tanto que termino haciendo nada. O muy poco. En este momento deseo tanto leer, escuchar música, hacer cosas en la casa –y suerte que ayer ya fui a correr-. (Tema recurrente, lo sé.) José Pablo Feinmann, Erich Fromm, Cortázar, Frans de Waal, Mary Shelley… ¡¿Cómo elegir?! Para sacarme estos dilemas de encima decido escribir. Ya no tengo que elegir entre Lennon o White Stripes. Entre tanto, mi vecina toca a la puerta y nos regala un plato de fideos al pesto que hizo especialmente para nosotros (bah, para ella). Un gesto tan cálido que bien podría redimir todos los malos actos del resto de la gente. O al menos alimenta, fortalece, mi fe en el otro. No sé cómo –ya lo recordé; pero no es importante- doy con unas fotos que hace mucho no veo. Que vi muy pocas veces, de hecho, pese a los momentos y personas tan especiales –y su mágica confluencia- que retratan. Me pierdo en aquellos recuerdos. Me olvido del tiempo. Lo disfruto. Amo, suelto, soy yo mismo. Y escribo esto en tan sólo veinte minutos (!).    

sábado, 22 de febrero de 2014

(What's the Story) Morning Glory?



Recién llego al trabajo, a mi trabajo. Me siento bien. Debería ser precavido, pero, ¿para qué negarlo? Me gusta. En este momento, imagino que el trabajo que tenga que hacer durante el resto del día puede ser lindo, y hasta estimulante. También hay otras cosas que hacen a este sentimiento: mis compañeros (que en algún comenzarán a caer –de hecho, acaba de caer la primera-), el mate, Del Frade en la radio (y más tarde, la música), mis fotos de Messi y los Beatles, la esperanza intrínseca del amanecer, que renace con fuerza día tras día. 

Pero volviendo al trabajo. Todo parece ideal, acaso idílico. ¿Por qué entonces, tarde o temprano, termino con esa sensación de desasosiego y derrota al finalizar la jornada, e incluso antes? Trato de ser objetivo. Es difícil. Me cuesta. No creo que sea por extrañar a los monos, a los animales y sus conductas (que, en efecto, extraño); tiene que ver con otra cosa. Con las grandes dificultades con las que termino chocando casi inexorablemente una vez que me pongo manos a la obra. Y la consecuente frustración. Intento. Estudio. Reintento. Trato de buscar alternativas. Pero no hay caso. La cosa avanza poco y nada. Al menos, pensando en los cánones establecidos. (Qué tema ese…) Y entonces es cuando ya pierdo las fuerzas y las ganas de hacer todo lo que hay que hacer para iniciar, desarrollar y completar un experimento. Cuando siento casi la certeza de que el experimento no va a dar. Porque casi nunca da. Y otra lucha, más difícil aún. La lucha conmigo mismo. Esa sensación, constante y difícil de extirpar, de que el culpable de tales avatares cotidianos soy yo. Mi impericia. Mi falta de criterio y sentido común para este tipo de asuntos.

Es curioso, porque para otras cosas pienso que soy bueno. O, al menos, mejor que para éstas. ¿Será que es así? ¿Que uno puede ser bueno para algo y tan malo para otra cosa? Lo cierto es que ambas tienen que ver con el conocimiento, y específicamente, el conocimiento de la vida, el mundo, la naturaleza. Y me gustaría poder saber mucho y manejar los temas que estudio. Y, aunque no me apasionan tanto como la conducta animal y la naturaleza humana (entre otros), me interesan y desearía poder ser un entendido en las disciplinas que hoy por hoy me ocupan. Ya veremos cómo discurre esta historia, que amanece diariamente, durante los próximos dos años. Ya veremos también qué pasará con la ecología, la etología y la antropología. Por lo pronto: debo procurar desarrollar la entereza y dedicación necesarias para sacar adelante –y hasta disfrutar, y por qué no, dejarme apasionar (por)- este doctorado. ¿Podré? ¿Sólo dependerá de mí? ¡A trabajar!