Deseaba
fervientemente ponerme a leer El lobo
estepario, tras casi una semana sin poder hacerlo. Antes quise descansar
media horita para cortar un poco y renovar la energía. Una llamada
circunstancial me arrancó de mi somnolencia. Ahora estoy acá sentado escribiendo
esto.
No sé que
quiero escribir, así que más bien dejaré que la cosa fluya. Son las últimas
horas de un año que –creo- fue más malo que bueno; sin embargo, quiero centrarme en lo bueno. Siempre
fantaseé con inventar algo donde todos mis amigos más queridos se vean involucrados.
Por ejemplo, el día que B. (Chuker) presentó su obra de teatro y fuimos
posteriormente a celebrar al bar donde labura T. Entonces discutimos un rato
sobre la obra y luego la charla discurrió para el lado del cine, en parte,
debido a que comenté haber visto una película de Godard que tenía mucho en
común con la obra de C. Mientras tanto, T. nos agasajaba muy generosamente con
cerveza tirada. La música acompañaba armoniosamente la juntada, sonando, entre
otros, Beatles, Black Keys y Atoms For Peace, bandas estas últimas que conocí
gracias a G. y T. (A todos ellos debo, también, las reuniones del Club de la serpiente, sucursal Rosario.) Luego cayeron S. y su hermana C., y la fiesta estuvo casi
completa. Al instante me puse a recordar viejas épocas, una costumbre que se
reedita casi involuntariamente cada vez que los veo. Hablamos mucho de los años
en Funes, de cómo éramos y de cómo cambiamos, de los viajes en bicicleta con S.
que tanto disfruté realizar y ahora disfruto evocar. Bien podrían llamarme
“Funes, el memorioso”. M. (Tata; no el vampiro) también venía desde Buenos Aires para la
ocasión; el mismo que tan importante había sido para mí iniciándome –y
marcándome- en mi relación con el rock. No se habló mucho de fútbol; quizá
porque L. no estaba, pues se había quedado cuidando a su novia, presta a dar a
luz a su primogénito. T. (Tortu) recién vendría para estos pagos en diciembre, para las
Fiestas; pero siempre lo sentía presente, aunque más no fuera sabiéndolo allá
en Ezeiza, haciendo esas cosas que tanto le gustan y tanto sacrificio le
costaron.
Este sí que
podría ser un año marcado por el redescubrimiento: de personas, amigos, ideas,
modos de ser, de pensar y de andar. La bici es uno de esos redescubrimientos.
Ahora creo firmemente que hay un antes y un después de la bicicleta en la vida
de una persona. Y no puedo entender esa necesidad
del auto. Porque la bici te permite
desplazarte distancias relativamente grandes (las necesarias y suficientes como
para manejarse en una ciudad promedio), en tiempos relativamente cortos; pero
además tiene el plus de ser ecológica, saludable y hasta gratuita. Ni qué
hablar de las sensaciones intrínsecas (creo que esta palabra la escuché por
primera vez de la boca de S., je) del andar y pedalear en estrecho vínculo con
el afuera, que por cierto no es tan afuera porque uno está inmerso en él hasta
la verija; arrojado sobre el mundo, en palabras sartreanas, en vez de recluido
en una burbuja aislante –y enajenante- en palabras moriacaseanas.
Siento, por
último, la necesidad de homenajear a esos amigos
a la distancia, con quienes nunca creí poder formar vínculos tan íntimos,
enriquecedores y permanentes, dada precisamente la distancia. Afortunadamente
lo hicimos, y son muestra de que hay una energía particular, maravillosa, que
forja la unión y es capaz de trascender las geografías. C., sannicoleño
devenido tucumano; M., salteña-jujeña, devenida también tucumana; T. y M.,
otros jujeños devenidos cordobeses. Todos son parte de mí y en cada reencuentro
es como si el tiempo no hubiera pasado. También J. y A., los internacionales, que aunque veo mucho
menos, nunca dejo de pensarlos.
Faltaría
incluir a muchas personas más, conocidas y por conocer; mis disculpas a ellos y
mis agradecimientos también.
Sólo una vez pudimos coincidir (casi) todos en
tiempo y espacio. Fue en mi casamiento; uno de los momentos más lindos de esta
historia.
Será hasta
el año que viene.