Yo pienso que el mundo aún tiene esperanza. O dicho
de otra forma, yo tengo aún esperanza en el mundo. Ya lo he dicho hasta el
cansancio –al menos a mí mismo-, pero un solo gesto de una sola persona, puede
–y de hecho, lo hace- redimir cien malos gestos de (¿malas?) personas. Será eso
que llaman “la fuerza del amor”, quizá. Sin embargo cuesta el día a día en esta
sociedad tan extraña, tan enajenada. Y hay que sacarse el sombrero ante el
temple y la fortaleza del hombre, que casi siempre sale airoso de todas las
dificultades que este estilo de vida moderno conlleva. Bah, creo. Ayer me
advirtieron –muy atinadamente-: “no subestimes el valor de la libertad”. Gran
verdad. Tanto como su contracara más oscura: cómo cuesta hacerse cargo de la
responsabilidad que de esa libertad se deriva. Muchos prefieren no hacerlo.
Será por eso que existe el masoquismo. Y el consumismo. Y quizá casi todos los ismos. En un vértigo constante, sin
tiempo para darse cuenta de este ritmo atroz, o sin posibilidades
(¿económicas?) de bajar un cambio. Sin tiempo para mirarte a los ojos. Fast food, serie y a dormir, que mañana
será otro día. Igual al de hoy. ¡Todo ya, todo ya! Y así casi indefinidamente.
¿Por qué uno se ofusca tanto por cosas que no valen la pena? ¡Vaya forma de
divagar! Igual que en los viejos tiempos. No estoy yendo a ningún lado, me
parece, pero qué se yo. Vuelvo a repetirme: al final, lo único que importa son
las personas, los vínculos, el amor que los (y nos) trasciende. La cerveza con
un amigo. La peli con tu pareja. Los mates con los compañeros. Los momentos
compartidos. Las experiencias transmitidas. Las imágenes, sensaciones táctiles
y sonidos grabados para siempre. Las presencias, y acaso las ausencias. Así nos
enriquecemos. Y somos un poquito todos.
Extensible a los libros y las artes, a través de los cuales las personas se
expresan al mundo, que somos nosotros; quién más. El resto es prescindible.
Digno del desapego, como también me enseñaron.