miércoles, 8 de marzo de 2017

Balcones

Mirar ese balcón me da paz. Esa sencillez que se percibe. Esa luz cálida que asoma desde adentro; la nena jugando siempre con el gato (o con sus amiguitas); la madre sentada en la intimidad y la seguridad de ese -su- balcón, simplemente sintiendo la brisa de la noche generosa, mirando largo rato su celular, revisando seguramente sus redes sociales, sus mensajes de whatsapp, los archivos compartidos, y nada más -y nada menos- que eso. Y todo parece (no lo sé) suficiente. Sin pretensiones. Sin sofismas. Sin elucubraciones retorcidas. Sin angustias. Sólo brisa, intercambios virtuales y -ahora también- un pucho. Arriba (en el segundo piso) lo mismo. Un cigarrillo al resguardo de las ramas y las hojas que se meten descaradamente en ese territorio ajeno. Y en el tercero simplemente el ventanal abierto dejando entrever la paz que difunde desde el departamento hacia el exterior, como el olor a comida o el humo de un sahumerio. El cuarto piso es un párrafo aparte. Sin paredes. Sólo vidrios y persianas americanas. Pero siempre la calidez. Siempre a trasluz. Siempre impersonal. Jamás un rostro. Sólo de vez en cuando una silueta animada. Pero todo ese edificio me da paz. Siento que empatizo con él, si acaso es posible. Y a la vez tan distinto, yo... Si viviera ahí, ¿me sentiría más feliz? ¿O sería un edificio más, del que renegaría por lo descuidado y por su olor a humedad? Por lo pronto dormiré tranquilo, sabiéndolo cerca mío.