lunes, 15 de octubre de 2018

Crazy little thing called docencia


La conocí por casualidad. Por una de esas casualidades frías y estadísticas, numéricas; no aquellas románticas del tipo “nací para cruzarme con ella”. Yo venía ya muy desencantado con mi relación de aquel entonces y empezaba a pensar de qué manera seguir. La cosa no daba para más y resultaba imperativo vislumbrar nuevos horizontes. Y así fue como un día cualquiera decidí probar. Después de todo, unos años atrás había estado coqueteando con sus primas, e incluso había llegado a tener un amorío bastante serio durante dos años con la mayor. Pero el día (ese día cualquiera) que la conocí todo cambió.
Concertamos el encuentro telefónicamente un día antes. Yo dudaba y tenía miedo, pero una amiga, más experimentada, me conminó a conocerla. Esa noche (la previa) casi no dormí. Y estuve a punto de no presentarme a la cita. Me sentía inseguro, desconfiaba de mí mismo. Temía que ella me avasallara con sus conocimientos y actitudes. Sentía que no podría estar a la altura. Sabía por comentarios que era una mujer exigente, impredecible, pasional y llena de vida. (Y yo siempre fui una persona quizá demasiado tranquila, del tipo “paz y amor”.) Sin embargo fui a su encuentro. La cita fue en su casa; era grande, antigua, llena de habitaciones y habitantes. No había estado en un lugar así desde hacía años. Era raro. Me sentía bien. Deliciosa e inexplicablemente, una sensación de bienestar se fue apoderando de mí. Un muchacho (quizá el tío o un primo) me llevó hacia ella, que me esperaba en una de las habitaciones.
El encuentro era inminente. La excitación aumentaba. La piel se me erizaba. Una descarga de vitalidad me partió en dos recorriéndome de pies a cabeza en el momento de cruzar el umbral de la puerta. La vi. Se avalanzó sobre mí y me abrazó. Me besó. La besé. Fue amor a primera vista. Nunca más quise dejarla.

sábado, 13 de octubre de 2018

Estacionamiento

El tipo siempre sale a mi encuentro apesadumbrado para contarme “que ya robaron una bici ahí y qué él no pudo hacer nada porque le podrían haber metido un tiro, nunca se sabe, seguro andan armados”. Hoy no fue la excepción, pero lo vi más sombrío que de costumbre; cabizbajo, solitario, inmóvil, apretado, en su cabinita del estacionamiento. Cuando veo a personas (sobre)vivir así me pongo muy mal. Me duele que su vida esté (haya sido) reducida a eso. No les queda vitalidad, quizá tampoco alegría, mucho menos sentido; me pregunto qué sentirán. Personas tan vapuleadas por “la vida” que ni siquiera puede uno imaginar cómo sería su rostro esbozando una sonrisa. Lo mismo me pasó el otro día, cuando de repente me di cuenta que caminaba detrás de un hombre de aspecto derrotado, con una botella en la mano (no recuerdo de qué), ropa ajada y sucia, paso como tambaleante, pesado. Me sentí pésimo por pasar al lado suyo como si nada. Uno de tantos y tantas.
Y por otro lado están los chicos. Los que tengo el privilegio de tener como alumnos casi todos los días. Con su frescura, su alegría y su vitalidad. Y también su falta de corrupción. No es la primera ni la última vez que me pregunto qué pasa –y cómo pasa- desde que terminan el colegio hasta que se reciben de adultos. Cómo (algunos) pasan de ser seres luminosos a personas que fueron apagadas o que -peor aún- se dedican a apagar a otras. En qué estaremos fallando. ¿Tan poderoso es el famoso “sistema” que no nos queda más que declararnos víctimas pasivas de un monstruo que “se volvió –cual ser animado- contra (casi) todos nosotros”? Entonces me desespero buscando asegurarme de que estos chicos que hoy brillan sigan haciéndolo y continúen contagiando su luz durante toda su vida.

jueves, 3 de mayo de 2018

Noche de Coltrane


Noche de Coltrane. De mate amargo primero y vino tinto después. De planificaciones escolares. De extrañar a mis estudiantes (y, sí). De anhelar el fin de semana (pero). De Maga. De magia. De jueves. De sentirme bien en momento presente. De atisbos de hogar. De polenta con carne y salsa. De querer ver a mis amigos. De pensarte. De desear. De unas páginas de Cortázar. De volver a escribir. De swing. Finalmente.

lunes, 5 de marzo de 2018

Saludo

Se dio vuelta para saludarme tantas veces como pudo, moviendo su manito circularmente, de izquierda a derecha y de derecha a izquierda, soplándome besos que atravesaban el chupete. Con sus ojos saltones y su expresión entre sorprendida y curiosa me llenó de amor. Durante algunos metros y unos pocos segundos fue la felicidad.

lunes, 12 de febrero de 2018

Mono cursi

Necesitaba el parque, el aire, los pájaros, las flores. Soy mono; es al pedo. Todavía más necesitaba ver a la gente, sentirla, vivirla pasándome cerca, yendo de un lado hacia otro. Y es que soy mono y es al pedo. Necesitaba verles reír, y llorar en su compañía; sentir en carne viva como el sentido de mi vida cuaja con (y gracias a) su sangre. Soy un mono cursi, ya lo creo. Y también un parásito. Que se cuelga (como buen mono) de la felicidad de dos nenas correteando una paloma, o de unas carcajadas que estallan en tres chicos jugando al carnaval, o de una pareja que se funde en un beso. Y siempre siento que el beso es un acto sublime; sublime y raro, inexplicablemente bello, que está más allá de otras monerías más comunes, acaso lo único genuinamente humano. Soy mono, cursi y verdaderamente infumable. Pero qué se le va'cé.