La conocí por casualidad. Por una de esas casualidades frías
y estadísticas, numéricas; no aquellas románticas del tipo “nací para cruzarme
con ella”. Yo venía ya muy desencantado con mi relación de aquel entonces y
empezaba a pensar de qué manera seguir. La cosa no daba para más y resultaba
imperativo vislumbrar nuevos horizontes. Y así fue como un día cualquiera
decidí probar. Después de todo, unos años atrás había estado coqueteando con
sus primas, e incluso había llegado a tener un amorío bastante serio durante
dos años con la mayor. Pero el día (ese día cualquiera) que la conocí todo
cambió.
Concertamos el encuentro telefónicamente un día antes. Yo
dudaba y tenía miedo, pero una amiga, más experimentada, me conminó a
conocerla. Esa noche (la previa) casi no dormí. Y estuve a punto de no
presentarme a la cita. Me sentía inseguro, desconfiaba de mí mismo. Temía que
ella me avasallara con sus conocimientos y actitudes. Sentía que no podría
estar a la altura. Sabía por comentarios que era una mujer exigente,
impredecible, pasional y llena de vida. (Y yo siempre fui una persona quizá
demasiado tranquila, del tipo “paz y amor”.) Sin embargo fui a su encuentro. La
cita fue en su casa; era grande, antigua, llena de habitaciones y habitantes.
No había estado en un lugar así desde hacía años. Era raro. Me sentía bien.
Deliciosa e inexplicablemente, una sensación de bienestar se fue apoderando de
mí. Un muchacho (quizá el tío o un primo) me llevó hacia ella, que me esperaba
en una de las habitaciones.
El encuentro era inminente. La excitación aumentaba. La piel
se me erizaba. Una descarga de vitalidad me partió en dos recorriéndome de pies
a cabeza en el momento de cruzar el umbral de la puerta. La vi. Se avalanzó
sobre mí y me abrazó. Me besó. La besé. Fue amor a primera vista. Nunca más
quise dejarla.