viernes, 15 de febrero de 2019

Tren

Una nena saluda contenta y con una sonrisa de oreja a oreja (su gran dentadura blanca resalta mágicamente en el paisaje de fondo) el paso del tren mientras completa el gesto con el movimiento de su mano. Al lado de ella el padre nos saca una foto a la vez que la madre observa y acompaña satisfecha. El paisaje se completa con una casita muy humilde rodeada de árboles y plantas propios de climas áridos; estamos en Santiago del Estero.
La imagen de la nena me reconforta sobremanera y dispara los interrogantes habituales: ¿cómo pueden sentirse tan bien con "tan poco"? O mejor dicho, ¿cómo la mayoría no somos capaces de hacerlo, aún teniendo más cosas?
El tren siempre me recuerda a una ciudad, o estrictamente hablando, a una comunidad, una comunidad ambulante y de laburantes, gente con la cual me identifico plenamente y me siento parte. Y uno ve cómo se van formando y/o reforzando vínculos, cómo unas ríen y otros lloran, aquellos se impacientan y estas se relajan dulcemente hasta dormirse. Y todos se hablan con todas, e incluso se les nota atentos a las necesidades del(a) otro(a). ¿Por qué esta forma de vida y convivencia no podrá trascender los vagones y las vías extendiéndose a nuestra cotidianeidad en las ciudades?

Nueva visita a un estacionamiento

Y aquel hombre triste y solitario (y final) del estacionamiento finalmente me habló. Humana y no mecánicamente. Con entusiasmo, con intimidad, con deseo (en vez de con miedo). Y me contó de su inminente jubilación, de sus cálculos matemáticos para vivir tranquilo el resto de su vida, me habló de su sobrina, de que "es sólo". Me abrió su alma. Y yo sentí gratificación y felicidad. Y le conté de mí. Y me escuchó con ganas. Y me creyó de veinte (!) años. Y nos despedimos con afecto. Y luego fue la bici y el sol y Spinetta y las libélulas danzando al ritmo de la guitarra del Flaco.