martes, 27 de agosto de 2019

Ángel

Quería ponerme los auriculares pero no podía. Una y otra vez, mientras caminaba, hice ademanes de agarrarlos para llevarlos a mis orejas. Pero no. Algo en esa apacible noche de Funes me atraía y me llamaba a entregarme por completo a su arrullo de grillos y perros lejanos. El resto era silencio, oscuridad e inmovilidad. Sólo mis pasos y mi sombra, por momentos. Las calles transmitían una especie de desolación que, bien entendida, se traducía en sensaciones de paz y serenidad.
Cuando finalmente llegué a la parada me encontré con él. Absorto (él sí) en sus auriculares con vaya-a-saber-uno qué melodías. Le pregunté si podría pagarme el pasaje y contestó, entre tímido y sonriente, que sí. Subimos, pagó, y casi como avergonzado aceptó el billete que le tendí. Antes de sentarme reapareció bruscamente. Me dio el vuelto. Sonreía con impavidez y parecía estar más allá del bien y del mal.