Nunca me había percatado de que esa especie de antena gigante empotrada en esa otra antena más gigante aún, se parece a una libélula. Cuando era chico le llamábamos “alguaciles” y solían abundar en los veranos, inundándolo todo -especialmente, según el saber popular- en los momentos previos a la lluvia. En aquel entonces, recuerdo que disfrutaban posarse así, como este bicho de aluminio, perpendiculares a las ramas de los árboles y los ligustros, formando verdaderas mantas que todo lo cubrían. Las había de diversos tamaños y colores; algunas pardas, otras rojizas o amarronadas. Muy de vez en cuando aparecía la Gran Reina (así la pienso en retrospectiva), una especie de libelulón rojo que medía el doble o triple de tamaño que las más comunes. Era superlativa, hermosa, hipnótica. Nunca supe de qué se alimentaban, pero me divertía poniéndole el dedo entre las mandíbulas que, a modo de tenazas o pinzas, me lo aprisionaban. Me fascinaban sus ojos gigantes, su manera de mover la cabeza, su brillo tornasolado que traía el arcoíris al patio de casa. Y sus alas, con esas nervaduras entretejiendo simetrías y mensajes sagrados; tan hermosas pero tan frágiles. Mi infancia fue dulce y luminosa, en parte por los alguaciles.
lunes, 28 de septiembre de 2020
viernes, 25 de septiembre de 2020
Rosario
Me acerco despacio. No los quiero asustar. No es fácil encontrarlos pero uno sabe que están. De vez en cuando, la suerte se pone de tu lado y ¡zaz! te los cruzás. Hoy es una de esas veces. Acaso, la más importante. No sé si me conocen pero yo sí a ellos. Conozco su historia. Los he visto buscándose, regalándose flores. Y ahora los veo así, tan tranquilos, tan en la suya. Se nota que sólo les importa ese beso, ese estar ahí, tan en paz. Entonces uno los admira tanto, y quisiera preguntarles cómo hacen, cuál es el secreto. Pero prefiero no interrumpirlos. Así que los observo desde cierta distancia prudente, tratando de pasar desapercibido, entre el arbolito y este hermoso farol. El pobre pollito parece no entender nada. Rosario es tan linda.
martes, 1 de septiembre de 2020
Monerías
Hoy recordé, así, casi de repente, aquella fascinación tan profunda que solía sentir al observar a los monos. No importaba qué especie de monos ni dónde estuvieran. Simplemente podía quedarme horas observándolos. Los que más solían llamarme la atención eran aquellos cuyas jerarquías sociales eran tan marcadas. Era sorprendente ver cómo el macho alfa ostentaba sus privilegios, cómo el resto del grupo -machos, hembras, jóvenes, adultos- se subordinaban a su autoridad. Pero lo más fascinante no era eso sino su maravillosa similitud con el ser humano. Recuerdo que me daba tanta paz percibir eso. Me sentía unido a ellos. Me hacía sentir parte. Por un lado, esas expresiones increíbles, ya sea de sus rostros o de sus cuerpos. Realmente podía empatizar con ellos y saber lo que sentían. Si tenían miedo, irritación, alegría o excitación. Y luego, su manera de vincularse. Su forma de abrazarse, de acicalarse, de pelearse y corretearse. Tanta similitud. Y qué decir de su inteligencia, su habilidad para manipular objetos con las manos -única en el planeta, luego de la nuestra-, su capacidad para resolver problemas. Pero quizá, de todo lo que me conectaba con ellos, lo que más me conmovía y me transmitía paz era su mirada. Tan profunda, tan genuina, tan inocente y tan comunidad. Cuando Martín -un monito caí- me tomó la mano literalmente sentí la plenitud de mi vínculo con la Naturaleza toda, con el Universo todo. Fue un instante fugaz pero eterno. Fue el aleph de Borges, pero en la piel. No sé por qué hoy lo recordé tanto. Tal vez tema estar olvidando mi tendencia natural a las monerías.