Vértigo.
Vértigo para irme a dormir. Vértigo para levantarme. Vértigo para
desayunar. Para ir al trabajo. Para llegar al trabajo. Para trabajar. Para
salir del trabajo. Para llegar a mi casa. Para descansar un rato. Para
levantarme y hacer algo (y de ser posible, varios, muchos algos). Para cenar.
Para bañarme. Para irme a dormir otra vez. Vértigo para ponerme a escribir
esto. Vértigo.

Por suerte, siempre hay cosas que me abofetean lo
suficientemente fuerte como para arrancarme –al menos por un momento- de
semejante enajenación. La risa de algún chico. La inesperada irrupción del olor
a tierra mojada. Una canción especial. Una frase. Una caricia. O la simple y
terrible ansiedad, espontánea, asfixiante, sólo en apariencia injustificada. Es
preciso recuperar ese contacto y ese vínculo genuinos con el mundo, con las personas.
La serenidad del ahora. “Quién me
quita la paz de la tortuga” reza un poema norteño (será por eso que me fascinan
tanto). Reivindicar el cliché: “Primero lo importante; después lo urgente”. Y
que el vértigo quede relegado sólo a la (gran) película de Hitchcock.